La encuesta del desencanto
ALEJANDRO ARMENGOL
La evidencia más contundente de la última encuesta dada a conocer en Miami, que muestra que la mayoría de los cubanos residentes en esta ciudad consideran un fracaso la actual política de enfrentamiento con el régimen de La Habana, es la incapacidad de esa parte del exilio para hacer valer sus puntos de vista.
Desmintiendo la afirmación de una comunidad exiliada caracterizada en su conjunto por una actitud reaccionaria, el segmento considerado de "línea dura" es sorprendentemente reducido y su poder es más una función de los medios de comunicación —que controlan— que del número de personas que representan, de acuerdo a la encuesta.
Uno de los méritos de la encuesta es destacar que la "dureza" de unos pocos se limita a un factor de imagen y no a una convicción mayoritaria. De acuerdo al sondeo, la mayor parte de los encuestados cree que la "línea dura" es inefectiva no por principio sino por una carencia de resultados. Los exiliados quieren un enfoque más realista, sólo que no lo piden a gritos (los que gritan vociferan un criterio contrario) y se limitan a expresarlo cuando se les pregunta. Las respuestas también demuestran una diversidad de criterios que no se materializan en políticas concretas y una pasividad que se limita a expresar su opinión de forma reactiva.
Lo que se desprende de los datos es una mayoría controlada por un grupo reducido que impone sus criterios. Bajo esta perspectiva, se acentúan las semejanzas entre Miami y La Habana, al tiempo que se unen los destinos en ambos lados del Estrecho de la Florida. Una clase gobernante caduca y reaccionaria, que detenta el poder y niega los cambios, define las reglas del juego y pospone las transformaciones. Como el sondeo demuestra el vacío de liderazgo existente en el exilio, la posibilidad de cambio —en ambos casos— depende de lo que ocurra en la Isla. La muerte del caudillo como catalizador no sólo en una sociedad cerrada sino en otra abierta (¿o no tan abierta?).
Las similitudes se extienden a ambas poblaciones: mientras los cubanos de "allá" no se sublevan, los de "acá" se acomodan. Los términos acá y allá se hacen intercambiables. La apatía, la represión, el escepticismo y la duda sirven para explicar, justificar —y al mismo tiempo criticar por igual— a los que viven separados por apenas 90 millas.
El análisis, sin embargo, requiere de ciertas precisiones indispensables. Es además la única salida ante la amenaza de convertir al pesimismo en una justificación del régimen castrista.
La encuesta —realizada en diciembre del pasado año por la firma Bendixen & Associates, y pagada por el Grupo para el Estudio de Cuba (GEC), una entidad que aglutina a empresarios y activistas cubanoamericanos y que promueve los cambios pacíficos en Cuba— busca la opinión sobre criterios políticos cuya definición no es clara ni para los encuestados ni para los encuestadores. Los resultados que encuentra son susceptibles de interpretaciones disímiles.
El sondeo divide a la población encuestada en tres grupos:
Los de "línea dura", que representan sólo el 23% de la comunidad exiliada, no quieren ningún cambio en la política hacia Cuba. En su mayoría arribaron a Estados Unidos en la década del 60 y son predominantemente mayores de 50 años y ciudadanos norteamericanos.
Quienes están "a favor del cambio", que representan el 28% de la población exiliada, quieren una nueva política hacia la Isla. En su mayor parte llegaron a Estados Unidos en las décadas de los 80 y 90, tienen menos de 50 años y sólo la mitad de ellos ha adquirido la nacionalidad estadounidense.
Los "centristas", que conforman el 49 por ciento restante, sólo son definidos por su indefinición. Con puntos de vista diversos, no pueden clasificarse de acuerdo a la edad, fecha de llegada o estatuas socioeconómico.
Como conclusión se ofrece una imagen de un exilio dividido, en que los que saben lo que quieren (cambio o inmovilidad) están casi equiparados (51 por ciento) con los que no lo saben (49 por ciento). El apoyo mayoritario al embargo es una consecuencia de la carencia de una alternativa mejor.
El problema de esta clasificación es que es el peligro de ser interpretada bajo el clásico estereotipo del exiliado reaccionario y duro frente al inmigrante conciliador y blando, al tiempo que no evita la dicotomía de "intolerancia contra diálogo" que tanto ha contribuido a distorsionar la lucha política del exilio. Ello pese a que la información recogida en el estudio deja claro que el rechazo es hacia los métodos utilizados, tanto por el Gobierno norteamericano como por el exilio, y no respecto a la actitud de enfrentar al régimen.
No hay otra forma de explicar el apoyo de los encuestados a la disidencia interna, el embargo y la Iglesia Católica (cuya posición no excluye el enfrentamiento aunque no lo busca). De hecho, los viajes a la Isla son vistos como un "factor de cambio".
El propio Bendixen, director de la encuesta, señala en un artículo sobre el tema de Andrés Oppenheimer —aparecido el 4 de diciembre en The Miami Herald— que lo que "más lo sorprendió es el porcentaje de exiliados que dijeron que la estrategia (el subrayado es mío) de confrontación ha fracasado". Más que un rechazo a la "confrontación", lo que desea el exilio es la búsqueda de nuevos medios de enfrentamiento.
Pero al tiempo que la encuesta refleja la creencia del fracaso de una estrategia de confrontación estéril, o al menos limitada, deja en claro también la incapacidad de una gran parte de la comunidad, formada por los llegados a partir de 1980, y que ya conforman más del 50 de la población exiliada, para hacer valer sus criterios.
A diferencia de los cubanos que viven bajo el régimen castrista, donde la represión justifica y las dificultades económicas imposibilitan una participación mayoritaria en un proceso de transformación, los llegados en los últimos 20 años no han creado el equivalente a un movimiento de "disidencia" que se aparte de las posiciones de complacencia con el régimen, salvo en casos aislados. Y lo que es más importante —ya que el concepto de "disidencia" en el exilio no pasa de tener un carácter ilustrativo y carece de sentido con la existencia de mecanismos de participación democrática—, tampoco han conseguido un papel más decisivo en la elaboración de estrategias políticas, pese a lograr establecerse de forma sólida en el sur de la Florida.
Es en este sentido que las estructuras de poder de La Habana y Miami guardan semejanzas. No cabe duda también que un factor de "fatiga" —producido por el desencanto de los años padeciendo o compartiendo el oportunismo que genera como razón de supervivencia el régimen castrista— ha contribuido en gran medida al rechazo a involucrarse de forma más activa en la política a las nuevas generaciones de inmigrantes. Si se comparan las respuestas de los llegados en la década del 60 (69% favorece el embargo y 22% está a favor de una solución negociada en la Isla) con los que vinieron a Miami después de 1990 (39% apoya el embargo y 45 en favor de una negociación) se constata que el momento de arribo a las costas de la Florida define no sólo una vida futura sino una actitud hacia lo que quedó detrás y una visión diferente del pasado. Profundizar en estos aspectos bien merece otro estudio.
c u b a e n c u e n t r o . c o m
Encuentro en la red - Diario independiente de asuntos cubanos
Año II. Edición 251. Jueves, 06 diciembre 2001
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