martes, agosto 12, 2003

Reverencias y riberas

ALEJANDRO ARMENGOL

Hace apenas dos años, al escritor que opinaba constantemente sobre la situación imperante en su país y en el mundo se le veía como una especie en peligro de extinción. Al fallecer Arturo Uslar Pietri, a comienzos del 2001, esta sospecha se hizo aún más fuerte. Al igual que el escritor venezolano, autores como los mexicanos Alfonso Reyes y Octavio Paz, el español José Ortega y Gasset y el cubano Fernando Ortiz eran sombras de otra época.

Los intelectuales que entendieron la labor de educar como un ejercicio diario —a través de la prensa, la televisión o el libro— se vieron sustituidos por los informadores profesionales: especialistas en adecuar las noticias y las opiniones de acuerdo a los cambios climáticos, las horas de ocio y los niveles de consumo. Hombres que en algunos momentos rozaron el poder político o formaron parte de él, pero que se sintieron más a gusto en sus bibliotecas —aunque siempre con la ventana abierta— pasaron a ser considerados piezas de museo: inútiles en un mundo que avanzaba a la globalización y donde las utopías y los grandes debates ideológicos eran parte de la prehistoria. El descrédito de la izquierda fue la causa principal —aunque no la única: la especialización y el aislamiento académico también fueron factores importantes— de la decadencia del papel de los intelectuales. La causa neoliberal sólo ha contado con un escritor en lengua española de gran fama internacional: Mario Vargas Llosa. Su notoriedad, sin embargo, no opacaba que cada vez más se percibiera al quehacer intelectual como un oficio del siglo pasado.

Que el intelectual viera relegado su papel en los aspectos políticos no fue necesariamente una consecuencia negativa. Quizá todo lo contrario. Más allá de la función de conciencia crítica, inherente al acto de creación, la participación de los escritores y artistas en los medios de gobierno —aun limitada a los aspectos de orientación— no sólo había resultado en muchos casos errónea, sino incluso contraproducente y hasta peligrosa. Resultaba entonces saludable pensar que lo mejor era que se dedicara a escribir sus libros o filmar sus películas y no "perdiera su tiempo” en otros asuntos, salvo por razones de subsistencia. Pareció adecuado entonces mantenerse en la ribera. Cuba continuaba siendo una excepción, pero incluso en este caso se alzaban voces que intentaban propiciar un acercamiento en que el debate político —si no podía quedar completamente excluido— fuera al menos relegado a un segundo plano. Las intenciones resultaron claras en pocas ocasiones y torcidas la mayoría de las veces, aunque la posibilidad no debía despreciarse simplemente con una negativa. Las circunstancias han cambiado, pero la negación continúa siendo una respuesta incorrecta.

Para devolverle prestigio y necesidad a la participación del intelectual en los asuntos públicos no bastaron el reconocimiento al papel desempeñado por figuras como Alexander Solzhenitsin y Czelaw Milosz. Tampoco los múltiples homenajes y las memorias recuperadas de los cientos —o miles— de escritores que murieron en el gulag. Ni siquiera el valor sostenido de la labor ejemplar de Georges Orwell. Hace poco se conmemoró el centenario del nacimiento de ese hombre que constituye un paradigma del siglo pasado —y posiblemente también lo será de éste—: el escritor que no temió equivocarse ni comprometer su carrera en su afán de advertir las injusticias.
Fue necesario el cataclismo de los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2002 —y sus consecuencias de guerra, represión, incertidumbre y miedo— para que de nuevo se escuchara la opinión de quienes se dedican al oficio incierto de apresar palabras, interpretar una idea y trasmitir una emoción. De nuevo el intelectual se siente obligado a opinar, sobre lo que pasó y ocurre. No puede librarse de la maldición que arrastra todo creador: dar a conocer su punto de vista e incluso participar de alguna forma en la vida social y política. En Estados Unidos, el país donde el escritor parecía alejarse cada vez más del acontecer diario, tuvo que volver a ocupar un papel que por momentos agradece y en otros detesta. Hoy se alzan las voces de los autores norteamericanos con una fuerza desconocida hasta hace poco.

El fin de las riberas

Al horror del terrorismo y la guerra se suma ahora la ola represiva desatada en Cuba. En este caso tampoco es posible la indiferencia, o esa forma mezquina de alejarse de la costa que es la justificación ante lo injustificable. La denuncia de la represión en la isla debe servir también para cuestionarse la farsa de borrón y cuenta nueva con que el régimen de La Habana viene intentando diluir la necesidad de una orientación moral y cívica del país.
Durante los últimos años, el gobierno castrista practicó una banalización de la censura con actos y gestos tardíos: conciertos de rock y rap, una estatua de John Lennon, la aparición de obras prohibidas y la publicación de autores fallecidos en el exilio. Se acudió a los sepultureros de turno, y comenzó a desempolvar libros censurados, canciones prohibidas y películas enterradas en bóvedas. No se trata de una condena en abstracto. Divulgar en la isla la obra de un escritor censurado no deja de ser meritorio, por encima de la mediocridad del recordatorio oportunista. Pero hay que deslindar entre la ilusión de un pasado enterrado —destruida brutalmente por la realidad del encarcelamiento de decenas de ciudadanos pacíficos empeñados sólo en divulgar la verdad— y una actitud ante la vida que se limite a mirar hacia otro lado mientras se cometen injusticias.
Ahora más que nunca es necesario que los intelectuales cubanos asuman su papel. No se trata de confundir la labor del escritor con la del político. Un peligro siempre presente en un país donde uno de sus mejores escritores fue a la vez el héroe independentista elevado a la santidad nacional. Pero responder a esta urgencia hace indispensable plantearse varias preguntas que no tienen una respuesta fácil. La primera es hasta qué punto el creador debe sacrificar la realización de su obra frente a una situación transitoria. De nuevo el ejemplo de Martí puede resultar contraproducente. La famosa frase del arte a la hoguera no hay que seguirla al pie de la letra. De ser así Cuba sería un páramo cultural porque siempre han existido razones para el fuego. El grupo Orígenes, tan fructífero en martianos, no siguió las palabras del “Apóstol”: más bien hizo todo lo contrario durante toda la tiranía de Batista y en algunos casos y situaciones también tras el primero de enero de 1959: se alejó lo más posible de las llamas.
Otra cuestión es el peligro de la manipulación en cualquier sentido. El argumento —no pocas veces usado como justificación— de que los fines políticos de ambos bandos no dejan de ser eso: fines políticos, medios para alcanzar el poder. A todo esto se añade que la cultura la hacen los miembros de una comunidad o un país, no un gobierno. Hay que diferenciar entre las acciones individuales y las de un Estado. Apoyar a los mediadores culturales del régimen es otra forma de apoyar al régimen, pero rechazar en bloque a todos los creadores es menospreciar la cultura. Aquí están presenten las dos principales reacciones ante los artistas e intelectuales procedentes de Cuba manifestadas en Miami. La primera es de franco rechazo, de oposición abierta, de desprecio y odio. La segunda es la búsqueda pasiva de un espacio abierto que permita el encuentro. Ambas han mostrado su ineficacia. Bajo los términos ambiguos de la tolerancia y la intolerancia no se ha logrado alcanzar la necesaria delimitación de linderos: el rechazo lleva a la pérdida de la confrontación, por la que a veces vale la pena pasar por alto las trampas del enemigo. Juntos pero no revueltos.
Queda también la urgencia de debatir una situación que no resulta fácil de comprender fuera de Cuba, y cuya capacidad de asimilación comienza a alejarse desde el día en que uno sale de la isla: el ambiente de encierro, frustración y desesperanza en que viven quienes no abandonan el país.

Las respuestas para algunas de estas preguntas vienen forzadas por las mismas condiciones imperantes en Cuba en la actualidad. Resulta muy difícil, por no decir imposible, la creación de una obra sólida dando la espalda a la realidad nacional. Al menos para un escritor. Nadie puede librarse del acecho de “algún poema peligroso”. El intelectual cubano está obligado a tomar partido. No es un problema político. Es una condición moral.

Una reverencia al pasado

Un texto de Guillermo Rodríguez Rivera sobre Raúl Rivero —aparecido en la publicación semanal La Jiribilla del gobierno cubano— es la mejor muestra que he leído en los últimos tiempos de la difícil encrucijada en la que se encuentran los verdaderos creadores cubanos residentes en la isla. Rodríguez Rivera nunca ha sido un oportunista. Tampoco un funcionario. Que conozca, es el único escritor cubano residente en la isla que ha logrado, en estos últimos tiempos, llamar a Rivero su “amigo” y elogiar su poesía en una publicación del régimen.
El texto es doloroso no sólo por el lamento ante el compañero preso sino también por las razones que esgrime —que apenas se atreve a esgrimir— para justificar la detención. Ambos —el detenido y el que sufre pero acata con sumisión histórica— son poetas. La justificación es, por otra parte, patética. Hay una referencia a que “la independencia siempre es relativa” —al hablar de la aparición de los trabajos de Rivero en El Nuevo Herald— que en la situación actual de encarcelamiento de su antiguo compañero transforma en procaz una afirmación que en cualquier otro contexto resulta real, pero al mismo tiempo vaga. Hay también un detenerse en el historial revolucionario del periodista independiente que no cumple la función de exaltar su obra —aunque quiero pensar que fue escrito en ese sentido— sino a mostrarlo como un confundido. A lo anterior se suma una comprensible ignorancia de la realidad y la historia del Miami, que llevan a afirmar de forma rotunda que el periódico —y como consecuencia los artículos de Rivero— aparecen “bajo el auspicio y con el apoyo del exilio cubano de esa ciudad” ¿Qué exilio? ¿Dónde colocamos entonces a los voceros radiales que se pasan la vida criticando al periódico por no responder precisamente a lo que ellos consideran la “línea del exilio”? ¿En que lugar sitúa Rodríguez Rivera a algunos de sus columnistas, que en las mismas páginas de El Nuevo Herald hemos rechazado los actos de repudio en contra de los artistas provenientes de Cuba y criticado la última marcha realizada en esta ciudad, la política del presidente Bush y la guerra en Irak? Es cierto que hay un exilio, pero también es cierto que los exiliados son diversos, que quienes vivimos en Miami no compartimos un punto de vista único. ¿Cómo hablar simplemente de auspicio al referirse a una publicación que forma parte de un enorme conglomerado de prensa, con intereses diversos en varios estados de la nación? Quiero pensar —lo repito— que es ignorancia lo que hay detrás de ese afán de despachar con brevedad las decenas y decenas de crónicas y artículos de Raúl Rivero, aparecidas en El Nuevo Herald. Trabajos que expresaron opiniones contrarias a la visión estereotipada y completamente falsa de lo que se considera en muchas partes del mundo como la esencia del exilio cubano miamense: reaccionario, belicoso e ignorante. No quiero dudar que es desconocimiento lo que llevó a menospreciar —con calificativos compartidos por los fiscales y carceleros que han encerrado al amigo— los trabajos de un periodista que entregó muchos textos en los que —por encima de la política— imperan las impresiones de la vida diaria en la isla, y donde lo que resalta es la ironía y el humor y las vivencias de un escritor que, ante la página por llenar, sólo se cuida de mantener un estilo depurado.
Más lamentable aún es que un escritor como Rodríguez Rivera sea incapaz de comprender “cuál paradoja condujo al joven poeta promovido en el dogmático e intolerante quinquenio gris, a convertirse en el único poeta que merece tal nombre entre nuestros disidentes de hoy”. No entender esa “paradoja” es no entender igualmente la existencia de la revista Encuentro, en la que Rodríguez Rivera ha colaborado, e incluso expresó su interés en seguir colaborando pese a las diferencias con su creador y quien fuera su director hasta su muerte repentina, Jesús Díaz. Resulta triste además encontrar que un ensayista tan lúcido siga justificando al proceso cubano con una visión hegeliana de la historia, que hace más de 30 años Heberto Padilla hizo trizas con unos cuantos poemas.
Tras la idea de un exilio monolítico —como pretende el gobierno cubano que es el Partido Comunista— y el asombro ante los cambios en las creencias y actitudes de cualquier hombre, habita la misma forma de pensar y juzgar. Vivir en un país totalitario es malo para la salud: corrompe el pensamiento. A veces, ya lo advirtió Orwell, ni siquiera es necesaria la residencia. Tengo una excusa más para justificar el contagio que afecta a Rodríguez Rivera.