Arrogancia
ALEJANDRO ARMENGOL
La situación en Irak es un problema que debe enfrentar Estados Unidos como nación. No es una responsabilidad sólo del Partido Republicano y mucho menos del presidente George W. Bush.
En la democracia los gobiernos se suceden, se modifican las leyes y la sociedad cambia de rumbo, pero sin echar a un lado sus fundamentos.
Acaba de ocurrir en España. Tras dos períodos de gobierno conservador, los socialistas vuelven al poder. No es la primera vez que ocurre, como también es seguro que tendrán que abandonarlo de nuevo. A nadie se le ocurre decir que la península desaparecerá con la llegada del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) a la Moncloa.
“España se ha arrodillado ante los terroristas”. Lo dice Armando Pérez Roura, el director de Radio Mambí, la emisora preferida por el llamado “exilio de línea dura” aquí en Miami. Además de un insulto al pueblo español, es una tergiversación: los electores españoles le pasaron la cuenta al Partido Popular (PP). En la suma de logros y errores, que debe realizar todo votante, unos pesaron más que los otros.
Sólo los dictadores y caudillos consideran que sin ellos se acaba el país. Con lenguaje sencillo y rostro simpático, el presidente Bush esconde el fanatismo que lo impulsa, al tiempo que recurre a la demagogia para justificar sus acciones. Los electores tienen que tener en cuenta su actuación —sus errores y logros—, no sus discursos. Podrá ganar o perder. Lo importante es que lo logre sin engaños.
Las pruebas son irrefutables. Bush llevó a esta país a una guerra apoyado en el argumento de que Sadam Husein poseía armas de exterminio masivo. Estas no han aparecido. Han muerto más soldados norteamericanos luego de la caída del dictador iraquí que en los combates para derrocarlo. No se ha encontrado un vínculo entre Husein y Al Qaeda. El régimen secular de éste no propiciaba el fundamentalismo islámico. Todo lo contrario: lo reprimía. La mayoría de los que participaron en los atentados terroristas eran sauditas. No había un solo iraquí.
Las raíces del terrorismo hay que buscarlas, por una parte, en las ciudades de Occidente. En los núcleos de inmigrantes, quienes enfrentan la discriminación y la pobreza al tiempo que ciertos líderes religiosos le alimentan los odios y les inculcan una fe ciega con la que enfrentar la pérdida de valores y superar la crisis de identidad. También en los países que amparan y nutren a los grupos de fanáticos, como Arabia Saudí, Pakistán, Irán y el Afganistán del régimen talibán. Son hechos, datos, cifras.
La actual administración no ha llevado la democracia a Irak. Ha sumido a ese país en el caos y la inseguridad. Es difícil creer en un futuro democrático cuando sólo se escuchan disparos.
Irak es hoy un lugar más peligroso —para ciudadanos y extranjeros— que hace un año. El terrorismo no ha disminuido. No se puede afirmar que el mundo es un lugar más seguro sin Husein en el poder. Es cierto que hay un dictador menos. Pero quedan muchos. ¿Por qué Husein y no Fidel Castro?, se preguntan en esta ciudad quienes favorecen una confrontación bélica con el dictador cubano que ellos puedan seguir por la televisión mientras alientan a los invasores a través de llamadas telefónicas a las emisoras de la radio cubana.
El presidente norteamericano cometió un error, al desviar la lucha contra los terroristas hacia una guerra que se ha convertido en un atolladero: un despilfarro de millones de dólares y un sacrificio inútil de miles de vidas. No se trata de amparar a Husein. Pero la forma en que se logró la caída de su dictadura fue un empeño personal. No una necesidad nacional. Es lo único que cuenta a la hora de juzgar la actuación de este gobierno en Irak. El administrador norteamericano L. Paul Bremer ha acumulado errores desde que tomó el mando y ordenó la disolución del ejército iraquí. Pero la culpa principal radica en la política arrogante y aislacionista que lleva a cabo la Casa Blanca.
Contra estos hechos se alza la demagogia. Es efectiva en la misma medida que el irracionalismo cobra fuerza. No hay recurso más fácil que alimentar el miedo. Bush repite el argumento de que ahora todos los países saben que Estados Unidos apoya con acciones sus palabras. Pero esta determinación no debe impedir analizar si las acciones son adecuadas. No se trata de que el resto del mundo tema a esta nación. Hay que buscar la cooperación, no el sometimiento. Es imposible someter al mundo entero a los designios de Washington. Así lo indica el sentido común. Y sólo los fanáticos no toman en cuenta el sentido común.
Ningún gobernante está libre de equivocarse. El problema es cuando no lo reconoce. Las respuestas de Bush, durante la última conferencia de prensa, se limitaron a esquivar la realidad y hablar en términos generales. Apelar a valores fundamentales —la libertad, por ejemplo— y así apartar su discurso del aquí y ahora y moverlo libremente en el reino de lo ideal. Vestir el ropaje del cruzado no es más que un disfraz para ocultar errores.
Quien todo lo ve en blanco y negro, aquel que considera que el mundo se divide en buenos y malos, no admite matices. Tampoco le gusta escuchar opiniones contrarias. Castro no escucha: habla todo el tiempo. Dos colaboradores cercanos a Bush —Richard Clarke y Paul O’Neill— han detallado la tendencia del Presidente a escuchar sólo las opiniones e informes acordes a sus deseos y creencias. No tratan de hacer una campaña negativa —con anuncios políticos pagados por la televisión— al estilo de Karl Rove y sus acólitos. Son dos especialistas que se han limitado a narrar sus experiencias en sendos libros.
No se puede mirar hacia otro lado frente a datos divergentes. Aferrarse a un esquema preconcebido llevó a esta administración a justificar el inicio de una guerra contra Irak. “Los expertos son peligrosísimos”, dijo el legislador Mario Díaz-Balart el 14 de abril en Radio Mambí. Este rechazo a la inteligencia y el saber caracteriza plenamente a un sector del Partido Republicano. El conocimiento no es un peligro. El fanatismo, la incapacidad y la ignorancia sí.
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