Los vecinos de Villa Marista
ALEJANDRO ARMENGOL
Desde su surgimiento, el castrismo ha sido lo que podría llamarse una "dictadura imperfecta": necesita realizar constantemente ajustes torpes sobre la marcha, nada funciona bien y el deterioro es un presente perpetuo. La revolución cubana ha generado una cifra mayor de "delincuentes, seres violentos y personas de baja escolaridad y moral dudosa" que todos los gobiernos republicanos anteriores; ha permitido más escándalos y para sobrevivir ha recurrido a una represión mayor y más sostenida que las peores dictaduras que la precedieron —incluido el régimen colonial español—, al tiempo que alimentado la peor corrupción en la historia nacional. También ha generado una emigración sin precedentes. Si aún logra existir es por su gran capacidad para adelantarse a cualquier cambio, impulsando siempre un retroceso. Fidel Castro se prolonga mediante la repetición.
El Gobierno de La Habana ha vuelto a retroceder a la época de los juicios sumarios, la presentación de agentes encubiertos y el castigo severo a los opositores. De nuevo le reafirma a sus ciudadanos que el único destino posible es vivir al día o emigrar; les borra las esperanzas, por pequeñas que fueran, y siembra la desconfianza y la envidia. Cuba atraviesa una oleada de terror cuyo resultado sólo parece conducir a años de cárcel para algunos, huidas desesperadas para otros y deserciones inesperadas para unos cuantos.
Con el encarcelamiento y los juicios de un nutrido grupo de disidentes y periodistas independientes no sólo espera sembrar el miedo, también el desaliento. Los argumentos son gastados, los recursos son viejos, pero la vida es una sola, y quien hasta ayer comenzaba a mirar a un grupo de arriesgados que alzaban la voz, ahora teme que tras cualquier grito de desacuerdo se esconda una trampa. Al régimen no le basta con castigar a los independientes, quiere matar su ejemplo, enfangar su prestigio.
Sólo tiene dos instrumentos para lograrlo: la delación y la envidia. Alimenta la desconfianza porque sabe que es un freno a la hora de dar un paso al frente. Vuelve con la cantaleta de los intelectuales al servicio de la CIA. No porque intente convencer a nadie, sino porque sabe que es el camino más seguro para reforzar la intimidación: una acusación que recuerda castigos anteriores.
No teme la repulsa internacional porque sabe que los gobiernos responden a intereses y no a ideales. Se aprovecha de una situación internacional difícil para revivir viejos fantasmas. Quiere ponerlo todo de nuevo en blanco y negro, pero al mismo tiempo confundir los límites. ¿Hasta dónde se puede llegar? ¿Qué crítica es permitida? Lo mejor es quedarse tranquilo, no moverse o abandonar el país. Es también lo mejor para Castro. Lo sabemos todos lo que hemos transitado por esas opciones.
Los juicios a que están siendo sometidos los disidentes y periodistas independientes no dejan lugar a duda. Las acusaciones de "actividades subversivas" resultan torcidas no sólo en la ortografía y sintaxis de las actas acusatorias: son malvadas en su esencia. Libros, recortes de periódicos, teléfonos y computadoras son las "armas del crimen". Remesas de unos cuantos dólares las pruebas más contundentes del acto delictivo. No se puede hablar siquiera de que se trate de procesos legales apañados. No hay otro calificativo que considerarlos farsas. Si algún recurso le queda al régimen para encontrar al menos la complacencia de una parte ínfima de la población, es apelar a la envidia: decir que los disidentes recibían ropa, alimentos y dólares del extranjero.
El argumento, por otra parte, no se sostiene ante cualquier mirada. Los hogares humildes de estos hombres y mujeres son la evidencia más fuerte de que apenas han logrado sobrevivir en medio de la difícil situación económica del país. La más elemental comparación con las viviendas de algunos funcionarios, artistas e incluso escritores, sirve para desmentir una acusación tan vil.
La otra disidencia
No es tan fácil juzgar a otra parte de la población, quienes no son disidentes o carecen de la capacidad necesaria para redactar una nota de prensa. La oleada represiva no se inició contra los opositores pacíficos. Comenzó por quienes realizan actividades al margen del orden establecido por Castro. No cabe duda de que en las primeras redadas cayeron algunos narcotraficantes y delincuentes, pero también fueron arrestados y despojados de sus bienes ciudadanos que en cualquier otro país se buscarían la vida realizando labores legales: cuentapropistas, vendedores y negociantes. El Gobierno siempre ha usado a su conveniencia la distinción entre delito común y delito político. En una época todos los presos comunes estaban en la cárcel por ser contrarrevolucionarios, porque matar una gallina era una actividad en contra de la seguridad del Estado. Muchas veces también a los opositores se les ha acusado de vagos y delincuentes.
Llama la atención que ahora Castro no recurra a estos argumentos, en momentos en que juzga a los disidentes. No se han inventado actos inmorales, fiestas licenciosas o calumnias asociadas al consumo de alcohol y drogas. Puede argumentarse que el régimen ha sentido cierto respeto ante la moral intachable de sus enemigos, pero me inclino por otra razón: la intención de dejar bien claro cuales son los "delitos" que quiere castigar: disentir e informar.
La ola represiva no se detendrá. Hay otra disidencia en la Isla y Castro lo sabe. No son hombres y mujeres valientes que desafían el poder, porque forman parte del mismo. No gritan verdades porque se ocultan en la mentira. Ni siquiera se mueven en las sombras. Habitan en el engaño. Son los miles de funcionarios menores —y algunos no tan menores— que desde hace años desean un cambio. Ahora están en la mirilla, y además ellos lo saben. Desde hace un par de años se ha implantado en la Isla un sistema de acusaciones anónimas, establecido por el propio Raúl Castro, en que todo trabajador, empleado y vecino se inspira relatando injusticias y se desahoga por medio de la venganza. Esos anónimos se han convertido en una fuente de terror para cualquier administrador o funcionario. Si es necesario, el próximo paso será una batida contra la "corrupción" que hará rodar muchas cabezas.
Los intelectuales y artistas en general tampoco deben estar durmiendo muy tranquilos en estos días. La Feria de Guadalajara en México fue en parte un anticipo de lo que viene. La incondicionalidad al régimen vuelve como condición indispensable para poder sobrevivir.
La vinculación entre los juicios a los opositores y los secuestros forman parte de un mismo plan. No se puede afirmar que quienes se llevaron los aviones sean agentes castristas, como se insinúa a diario en la radio de Miami. Castro no es tan burdo. Es una táctica que sabe desarrollar muy bien: crear una crisis controlada en el momento apropiado. Amenazar con poner a prueba la capacidad norteamericana, enfrascada en una guerra, para lidiar con un problema en su traspatio. Asegurarle al Gobierno norteamericano que no tiene que distraer uno solo de sus hombres, que él está para eso (su presencia en el incidente del segundo avión y en el puerto del Mariel), siempre y cuando lo dejen tranquilo acabar con el movimiento disidente.
Todo amante de las ironías políticas debe mirar hacia Miami, y también hacia La Habana. Nadie en el sur de la Florida duda que existe una relación entre la ola represiva y los secuestros. Lo curioso es que las reacciones difieren a la hora de juzgarlos. Mientras han sido justamente condenados los juicios y las detenciones, los secuestros se han visto con sospecha y temor. Castro también ha logrado que la desconfianza florezca en Miami. Y hay razones de sobra para ser desconfiado.
Hay una diferencia fundamental entre las dos situaciones. En un caso se trata de personas pacíficas, cuyo único delito ha sido alzar su voz o divulgar lo que ocurre en la Isla, mientras que en el otro son sujetos que por medio de la violencia han intentado emigrar a Estados Unidos. Pero esta distinción, que en cualquier lugar del mundo serviría de raya divisoria, es mucho más compleja en el caso cubano.
Apostando al pasado
Uno de los factores clave para entender la situación actual en Cuba, y sus repercusiones futuras en las relaciones con Estados Unidos, es que La Habana y Washington están ofreciendo dos respuestas, una en la que coinciden y otra en la que disienten, ante una misma situación. Ambas respuestas se ejemplifican en la actuación del jefe de la Oficina de Intereses en La Habana, James Cason.
Mientras que en los procesos contra los disidentes Cason aparece como el "malvado" que organiza y da fondos a los "subversivos", los medios de prensa oficiales del régimen divulgan un comunicado del diplomático norteamericano. El comunicado enfatiza que quienes cometan delitos con la intención de llegar a Estados Unidos serán juzgados severamente a su arribo y considerados no aptos para recibir la residencia.
El mismo Cason que meses atrás se reunió con disidentes y ofreció materiales a los periodistas independientes, también recurrió a la prensa del régimen para hacer llegar a toda la población de la Isla el mensaje de Washington.
El presidente norteamericano, George W. Bush, no quiere "terroristas" que lleguen en aviones o lanchas robadas al sur de la Florida. En eso, Castro está dispuesto a complacer a Bush, siempre y cuando Bush no pase de las declaraciones usuales de condena ante los juicios sumarios. Castro y Cason tratando los dos de disuadir al secuestrador que amenazaba estallar una granada falsa dentro de un avión de pasajeros. La Seguridad del Estado cubana, famosa por su celeridad en resolver situaciones de este tipo, aguardando paciente. Cuba dando gasolina a la nave para que se vaya a Estados Unidos y sea decomisada.
Con el secuestro de una de las famosas "lanchitas de Regla" ocurrió un acuerdo similar, sólo que con declaraciones aparentemente opuestas. Cuando los secuestradores se quedaron en aguas internacionales sin combustible, Estados Unidos se apresuró a desentenderse del asunto. Le dijo al Gobierno cubano que se hiciera cargo del problema. La embarcación regresó a la Isla y horas más tarde las fuerzas de seguridad demostraron la efectividad que se dieron el lujo de no emplear en el caso del avión. La única diferencia entre los dos incidentes es que, en el caso de la lancha, Estados Unidos había dejado bien claro que no quería a los secuestradores.
Lo curioso del caso es que nadie en Miami alzara la voz para protestar del hecho. El Gobierno norteamericano y el exilio le dieron la espalda a los secuestradores. Nadie se preocupó del destino que espera a esos hombres y mujeres de vuelta a Cuba. No surgieron críticas al acuerdo migratorio establecido durante el gobierno de Bill Clinton, que permite la devolución de inmigrantes detenidos en alta mar. No se trató realmente de mediar en la situación, conocer al menos las causas y motivos específicos que llevaron a una acción tan violenta.
El fantasma de que el régimen de La Habana intente un nuevo éxodo masivo, similar al ocurrido en 1980, durante el puente marítimo Mariel-Cayo Hueso, está en el ambiente. También en el calendario. Se teme una coincidencia de fechas y esto conspiró en contra de los secuestradores. También las similitudes entre este hecho y los acontecimientos que llevaron a la crisis de los balseros de 1994. Una conclusión es evidente —una realidad establecida desde hace varios años—, y es que nadie, en el sur de la Florida ni en Washington, quiere una inmigración masiva en las costas norteamericanas.
Castro lo sabe y sigue apostando a esta carta. Quizá juegue con ella un poco más en esta crisis, aún es pronto para anticipar una conclusión, pero es una carta a su favor.
El mismo día que ocurrió el secuestro de la lancha, el Departamento de Estado norteamericano produjo una declaración singular. Cuba utiliza "a las fuerzas policiales y de seguridad para arrestar a activistas de derechos humanos", pero "sería mejor" que las usara para "asegurarse de que las leyes sean cumplidas y que sus aeropuertos son seguros y no blanco de secuestros", dijo el portavoz Phil Reeker.
La declaración pasa por alto que el problema de los secuestros de embarcaciones y aviones no es nuevo, y de que no siempre Estados Unidos ha sido tan enfático en condenarlos.
Desde 1959, el año en que Castro llegó al poder, se han desviado unos 51 aviones, además del robo, secuestro y apropiación de multitud de embarcaciones, que en muchos casos han terminado en tragedia (la más conocida es la del transbordador 13 de Marzo). No siempre se ha tratado de un simple acto delictivo. En muchas ocasiones quienes tenían a su cargo los medios marítimos y aéreo los han utilizado para trasladarse a Miami. Pero el hecho de que en Cuba este tipo de transporte sea propiedad del Gobierno, salvo algunas lanchas y botes de pescadores, hace que automáticamente sea un delito, de acuerdo a las leyes de La Habana, que también condenan las salidas ilegales del país. Pero por lo general Estados Unidos no los consideraba delincuentes, con razón, y mucho menos en Miami.
Es por lo tanto difícil colocarse al lado del régimen cubano para condenar un "delito" y aprobar otro. Si desde hace varios años el Gobierno norteamericano ha cambiado de percepción, es también una señal de que ya no admite que todos los que huyen de la Isla lo hacen por razones políticas, sino también económicas. Este cambio, en cierto sentido, le da la razón a Castro. No se trata de apoyar la violencia y el delito. Es correcto que este país haga lo posible por salvaguardar sus fronteras, pero esta actitud no deja de evidenciar que los discursos exaltados en favor de la libertad de Cuba de algunos funcionarios y legisladores norteamericanos no son más que retórica guerrerista, para conseguir votos en La Pequeña Habana.
Más allá de las conocidas notas y comentarios de propuesta, y de una posible resolución de condena en el senado norteamericano, Castro espera que Washington no tome mayores medidas frente a la actual ola represiva. Por supuesto que quienes están a favor del levantamiento del embargo tendrán mayores dificultades a la hora de exponer sus argumentos. Sin embargo, el gobernante cubano sabe que para la mayoría de los gobernadores y legisladores norteamericanos poco importa el destino de los que sufren la represión en un país ajeno, al lado de un contrato beneficioso para su Estado. La realidad es que Cuba resulta cada vez más atractiva para los empresarios de este país, pero no lo suficiente como para obligar al presidente Bush a cambiar de punto de vista. Por lo demás, tanto el mandatario estadounidense como el dictador cubano coinciden en su falta de interés por el levantamiento del famoso embargo.
Al detener a los disidentes el régimen no sólo quiere acabar con la esperanza de un cambio dentro de la Isla. Le preocupa también los cambios que cada vez con mayor fuerza se vienen promoviendo en este país hacia una línea que no esté fundamentada en una retórica de confrontación. Ve como enemigos no sólo a los opositores conocidos, sino también a quienes manifiestan una fidelidad que sabe se vería erosionada con una mayor cercanía entre la Isla y Estados Unidos.
Mientras tanto, los vecinos de Villa Marista, los disidentes encerrados, conocen con mayor rigor que nunca la represión castrista. Quienes están fuera de la cárcel, quienes son vecinos también del terror, sienten de nuevo con mayor fuerza el miedo que el régimen siempre ha inspirado.
Es posible que cuando se conozcan las condenas, si son lo rigurosas que se espera, se alce una oleada de repulsa internacional. Ojalá y así sea, pero el balance actual no deja duda que el gobernante cubano supo muy bien escoger el momento para lanzar el golpe.
Pese a las manifestaciones de apoyo de los intelectuales y políticos de todo el mundo, hay también silencios culpables. Diputados mexicanos y sindicalistas guatemaltecos han expresado su apoyo, no así los gobiernos de estas naciones. Los países latinoamericanos mantienen una cautela sospechosa, que evidencia el temor ante la ola de protestas en contra de la administración de Bush, generada en sus países por la guerra con Irak. En Europa varios gobiernos han protestado, pero aún está pendiente una decisión sobre la inclusión de Cuba en el Acuerdo de Cotonú. Y es posible que el pacto llegue a firmarse, sobre todo tras la reciente apertura de una oficina en La Habana. Estados Unidos se mantiene fiel a su política de apoyar y defender un punto de vista que promueve, siempre y cuando no estén en juego sus intereses. En este caso, vale más la placidez de las playas del sur de la Florida, mucho más acogedoras a los turistas que a balseros y secuestradores. A fin de que esta situación no cambie, Washington está dispuesto a no impedir realmente que los opositores se pudran en las cárceles.
La única esperanza es que los disidentes lo saben, lo conocían desde el inicio de la lucha, pero pese a la traición y el silencio, también están dispuestos a proseguirla.
Asoc. Encuentro de la Cultura Cubana
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home