El fracaso del guerrillero eterno
Gutiérrez Menoyo: ¿Juego político o jugar a ser político?
Cuando se pueda relatar, con distancia y justicia, el proceso de la revolución cubana, de alguna forma será necesario describir las trayectorias paralelas y entrecruzadas de Fidel Castro y Eloy Gutiérrez Menoyo. Quizá un capítulo, es posible que basten algunos párrafos —aún no hay quien logre definir el alcance—, deberá caracterizar dos formas de entender la ejecución política y el apego a la lucha por cambiar un país donde las ambiciones personales, el protagonismo y la honestidad —o su ausencia— se mezclan en una larga historia de triunfos y fracasos
En esta recopilación posible, a Menoyo siempre le ha tocado la peor parte. Esquemáticamente podría intentarse como un "tema del traidor y del héroe" en una sala de espejos, donde casi de inmediato Castro pierde su imagen de héroe y ocupa el puesto de traidor, mientras Menoyo va saltando de uno a otro extremo y continúa infatigable, sin temor al riesgo de la caída.
Negarle a Menoyo esta historia de cambios es la injusticia mayor que con él comete buena parte del exilio. Su regreso a Cuba es la justificación de las peores sospechas. Los años de cárcel, los golpes y los maltratos no se mencionan. Se rechaza por principio la posibilidad de que esté equivocado. Al tiempo que se minimiza su impacto político, se agigantan sus defectos.
Bajo este punto de vista, todo lo ha hecho mal el hombre que se anticipó a volver del destierro, por miedo de no llegar a tiempo. Castro es el triunfador, Menoyo el perdedor. Uno, el guerrillero que ha sacado provecho de todas las oportunidades; otro, el despilfarrador de ocasiones. Astucia en el primero, torpeza en el segundo. Cualquier interpretación que se aparte de este molde, queda desechada de inmediato.
Virtudes que se le reconocen a cualquiera con un historial semejante —dedicación, evolución política, respaldo a la lucha pacífica, desprendimiento— quedan a un lado. Enemigos por todas partes, que superan sus diferencias ideológicas en el rechazo a un hombre que ha ganado poco y perdido mucho, para ser odiado tan profundamente. Menoyo —en fin— aparece como un mal conspirador, y lo peor es que muchas veces parece conspirar contra él mismo.
Reproches justos y ataques personales
Bajo esa óptica, la actuación de Menoyo se limita a hacerle el juego a Castro. Sus palabras en contra del "comportamiento autoritario e inmovilista", durante la III Conferencia La Nación y La Emigración —celebrada en La Habana en mayo de este año— forman parte de un libreto.
Si luego critica a los disidentes, en los días de celebración del XXXVI Congreso del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), no hace más que demostrar su entreguismo a La Habana. Su rechazo al embargo repite la postura del régimen. Declararse en favor del aspirante a la presidencia norteamericana por el Partido Demócrata, John Kerry, una prueba más de su alianza con el ala más izquierdista norteamericana y con quienes cerraron los ojos ante el genocidio comunista en Vietnam y otros países asiáticos. Si permanece en la Isla, ahí está la confirmación de que cuenta con el beneplácito de las autoridades.
Tales acusaciones, desde Miami, mezclan los reproches justos con los ataques personales; las críticas válidas con la retórica de esquina; la intransigencia política —entendida como el rechazo irracional al punto de vista de otro— con el necesario debate de ideas y estrategias.
Hay más elementos a tomar en consideración que el simple ataque a Menoyo por su deseo de permanecer en Cuba —bajo la forma de un limbo legal de baja intensidad política— y el apoyo a lo que no constituye un desafío a Castro, sino más bien una visión demasiado optimista de la posibilidad de abrir un espacio para la "oposición independiente" dentro de la Isla.
En primer lugar, el rechazo a la acusación de que Menoyo desempeña un papel asignado por Castro. En segundo, considerar que su gestión hasta el momento ha sido poco efectiva, con vista a que el pueblo cubano pueda recuperar su soberanía. Por último, señalar que ha contribuido a la división de la disidencia interna, aunque no de forma decisiva. Más bien de cara al exterior, y no dentro de la Isla.
La disidencia ya estaba bastante fraccionada antes de que Menoyo regresara a Cuba. Tampoco se puede decir que se le haya asignado el papel de "disidente permitido". A Castro no le interesa una disidencia permitida. Lo que siempre ha intentado —y logrado en parte— es controlar el movimiento disidente, mediante la represión e infiltración de sus filas. En ambos casos, Menoyo quedaría fuera del terreno, esperando eternamente, en el banco, su turno al bate.
Europa en la mirilla
Otro punto es la posible utilidad de Menoyo —de cara a Europa y especialmente a España— para que el régimen limpie, en cierta medida, su imagen represiva. El optimismo del ex comandante se confunde con una justificación de los medios utilizados por el régimen para reprimir la disidencia. Cuando él considera que la supuesta anuencia de La Habana, al permitirle viajar al exterior y regresar a la Isla, deja "claro el mensaje de que con un tipo de oposición independiente se puede trabajar", no da una muestra de ingenuidad sino de complacencia.
Al criticar una estrategia internacional de "enfrentamiento" con Castro y abogar por una "política de buena vecindad" confunde de nuevo los términos. Si bien el aislamiento económico a Cuba —léase embargo norteamericano y medidas similares— simplemente contribuye a una situación de "plaza sitiada", en la cual el gobernante cubano ha demostrado hasta el cansancio su capacidad de resistencia, el cruzarse de brazos a la espera de gestos de buena voluntad del dictador es acogerse al refugio de las telarañas.
El problema es que Menoyo no representa oposición alguna, a los efectos de movilizar un movimiento de disidencia interna en favor del cambio. Hasta ahora no ha podido convertirse en una contrapartida frente al régimen, ampliamente reconocida, similar a la representada por Oswaldo Payá, Vladimiro Roca y Oscar Elías Biscet.
No ha conseguido aún representar una alternativa. Es una figura con historia y proyección personal, pero sin peso político en la Isla. Ni entre los opositores ni mucho menos en la población. Atrae las cámaras y las libretas de los reporteros, pero no a los ciudadanos. De lo contrario, no estaría en Cuba, o al menos caminando por las calles habaneras.
No es un simple instrumento del régimen, pero tampoco alcanza la estatura de "enemigo peligroso". No le hace el juego a Castro, pero juega a ser un político con una alternativa que hasta el momento se resume, brevemente, en la inacción que él tanto condena. Menoyo es simplemente Menoyo, ni más ni menos. Y aquí también surgen otros problemas con su línea de conducta.
Perdido en refriegas
Pese a su renuncia a la lucha por medios violentos, no ha dejado de ser un guerrillero. Sabe la importancia de asegurar una plaza, y conoce también la necesidad de mantenerse visible. Resistir y realizar escaramuzas. Ponerse a resguardo, pero no permitir que su presencia sea olvidada.
Y al no poder contar aún con la fuerza necesaria para librar un pequeño combate —huye por experiencia de cualquier acción que lo convertiría en titular de la prensa mundial por breves días, pero echaría por tierra su campaña— se pierde en refriegas con otros disidentes. Ese es su error. Al tiempo que debe señalarse que no lo hace por orden de Castro, también debe enfatizarse que no es inocente.
Cuando se baja en el aeropuerto de Barajas, en Madrid, y declara a la prensa que quizá Roca y Payá no acuden al Congreso del PSOE porque prefieren celebrar el 4 de julio con James Cason —el jefe de la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana— comete algo más que una injusticia. Se pone de parte de Castro no por convicción ni oportunismo, sino por afán protagónico.
Vuelve a ser el guerrillero que se enfrenta no sólo al dictador Fulgencio Batista, sino al resto de los revolucionarios. Las palabras no son dignas de un hombre que dice haber aprendido a perdonar y a encaminar la lucha por la vía de la reconciliación nacional. Repetir sus ataques a los disidentes en un comunicado, mientras se celebraba el Congreso del PSOE, es equivocar el enemigo y desperdiciar una tribuna por un ansia personal.
Aboga por el multipartidismo y la democracia, pero no pierde oportunidad para tratar de asociar a otros disidentes con los intereses norteamericanos, con alegaciones que no hacen más que alinearse con el discurso repetido hasta el cansancio por el régimen para justificar la represión.
Hasta el momento, son declaraciones de este tipo la parte más visible de la gestión de Menoyo en Cuba. Se llega así a la paradoja de tener que defender a Menoyo —en vista de la condena a su persona que realiza una parte del exilio— al tiempo que se rechaza su antagonismo hacia la disidencia interna y se alerta sobre su optimismo injustificado.
Supervivencia en la selva
Dos hechos justifican esta defensa. Uno está por encima del guerrillero que no se desprende de su coraza. El otro se apoya precisamente en lo que en parte niega el primero: la capacidad de supervivencia en la selva.
Los enemigos de Menoyo siempre acuden en su ayuda. Frente al inmovilismo de La Habana y Washington, él representa no una esperanza ni una estrategia; pero atacar su permanencia en Cuba es ponerle otro candado a la puerta que nadie ha podido abrir.
La categoría de exiliado político la "otorga" Fidel Castro. Lo viene haciendo desde hace muchos años. Se la ha "conferido" a todo aquel que se ha visto obligado a abandonar la Isla, con independencia de motivos, voluntad y aspiraciones. Estados Unidos reconoce esa categoría y ha sido generoso, como ningún otro país, con los cubanos. La nación norteamericana. No un gobierno específico, republicano o demócrata.
Hay algo que nos une a todos los que partimos de Cuba y nos diferencia del resto de los inmigrantes: no podemos —poco importa el deseo de hacerlo o no— establecernos de nuevo, de forma legal y permanente, en el país en que nacimos. No es un problema de ciudadanías adquiridas, es un derecho de nacimiento. Castro le da permiso a uno para irse definitivamente. Hasta ahora, no ha dado "permiso" para regresar definitivamente. Esta es una batalla que vale la pena librar: la anulación de los "permisos".
Al regresar a Cuba, Menoyo sentó un precedente. Claro que no se trata de un ciudadano común y corriente, pero intentó abrir una puerta. Por diversas razones, Washington y La Habana han actuado al unísono para aumentar la necesidad de permisos, en lugar de disminuirlos. La lucha de Menoyo avanza por el camino contrario y justo. Poco ha logrado hasta el momento, pero su permanencia en la Isla es la segunda justificación de su defensa.
Escepticismo y paciencia
Defender a Menoyo no quiere decir librarlo de la crítica. Este artículo aspira a dejar clara esa diferencia. Se debe dar un paso más. Ser escéptico en cuanto a su gestión. La involución del proceso cubano no es un simple reflejo de un aparente aumento de tensiones entre Cuba y Estados Unidos. Castro ha sabido aprovechar una situación internacional propicia para aferrarse al poder —y cerrarle la vía a cualquier transición—, como respuesta al resquebrajamiento de su gobierno. Prefiere que la nación se haga pedazos antes de ceder una parcela de mando. Pero esta situación no es inmune al cambio.
Hay dos escenarios posibles donde Menoyo entraría finalmente a desempeñar un papel. En cualquiera de ellos, hay logros nada despreciables para él: abandonar la imagen de figura aislada que provoca tanto rechazo en Miami, temor en muchos en la Isla y controversia en todas partes. El primero tiene que ver con España, y puede estar comenzando a materializarse. El segundo, con Estados Unidos.
¿Qué puede significa Menoyo para Castro? La posibilidad de abrir un canal con el actual gobierno español es una respuesta probable, pero tan tentativa como todo lo que el ex comandante ha hecho en los últimos años. Un tanto en favor del opositor: escogió residir en la Isla en momentos en que tal vía estaba más cerrada que nunca.
Si en alguna que otra ocasión su astucia política puede ser puesta en duda, su paciencia es infalible. Otro a favor de Castro: la presencia de Menoyo en La Habana es una ficha de reserva que puede utilizar o no, sin que hasta el momento se sienta comprometido en forma alguna. Un tercero que beneficia a ambos: la actual política de Washington hacia Cuba.
Una estrategia de cierre total —como la que representan las ya famosas "nuevas medidas"— distancia a Europa de cualquier acuerdo común con Estados Unidos para presionar políticamente a La Habana. Hay que ver qué ocurre cuando Menoyo regrese a la Isla, de su escala en Miami, la semana última.
El segundo escenario es probable, pero no de inmediato. Una nueva política norteamericana hacia la Isla implicaría un reajuste de posiciones. Menoyo quiere estar en Cuba en caso de que ocurra. El guerrillero solitario, sin detenerse a pensar en el tiempo que conspira en su contra. Incluso, un pequeño triunfo cambiaría por completo una historia marcada por más de un fracaso.
(c) Alejandro Armengol
La actual campaña republicana para la reelección del presidente George W. Bush es un insulto a la inteligencia de los votantes, sin que por ello deje de resultar efectiva. Pero perjudicaría enormemente a la imagen de Estados Unidos ante el mundo que el mandatario resultara triunfador con argumentos tan pueriles. No se trata de una simple definición partidista. Aún es muy pronto para vaticinar quién resultará triunfador en noviembre. Hay que destacar, sin embargo, que los estrategas republicanos están apelando a argumentos emocionales y valores en abstractos que dificultan un debate serio sobre la situación económica actual y el futuro de la nación. Una votación no debe estar comprometida con la ignorancia y el engaño.
El aspecto más visible de la manipulación política republicana es el uso con fines electorales de las alertas ante amenazas de ataques terroristas. La administración tiene el deber de advertir a la población cuando la información de inteligencia apunta hacia la posibilidad de un atentado, pero las coincidencias de las alertas con los vaivenes de la campaña por conquistar la Casa Blanca resultan al menos sospechosas. No se puede mostrar indignación ante la menor insinuación de manipulación partidista de la lucha antiterrorista y al mismo tiempo pronunciar una arenga sobre el liderazgo político del Presidente, como hizo el secretario de Seguridad Nacional, Tom Ridge, en su última advertencia.
El miedo a la muerte y a la inseguridad es un recurso socorrido y abusado por los políticos en cualquier circunstancia histórica. Bush no ha tenido el menor escrúpulo en utilizarlo mientras encubre sus fallos en la lucha contra el terrorismo. La consecuencia ha sido el aumento del cinismo entre la población: los colores del sistema de alerta convertidos en la broma cotidiana de los programas de entretenimiento que siguen a los noticieros de televisión nocturnos. Esta administración es culpable del peligroso incremento de la incredulidad en la población.
No se trata sólo de la incapacidad para capturar a los principales cabecillas de los atentados del 11 de septiembre, sino también la responsabilidad por la inestabilidad en Irak, el aumento vertiginoso de los precios del petróleo y el alza vertiginosa de la producción de heroína en Afganistán —como ha reconocido el propio secretario de Defensa, Donald Rumsfeld— tras la derrota de los talibanes. ¿Algún apasionado de la reelección de Bush ha comentado en la radio de Miami sobre el notable incremento del narcotráfico en esa zona?
Es difícil divulgar la verdad cuando toda la atención se dedica a fabricar payasadas, como la supuesta contribución de Teresa Heinz Kerry —la esposa del candidato demócrata para ocupar la Casa Blanca, John Kerry— a la creación de un sistema de internet para Cuba. Repetir esta mentira sólo tiene como objetivo entretener a los votantes y alejarlos de los temas de discusión de la campaña.
Del ridículo a la desfachatez, no hay pudor entre quienes se lanzan a una lucha desesperada por los votos. Da la impresión de que a diario se desarrolla un cuento de hadas alucinado. Una nueva versión de Pinocho en que un enanito cochero propina jan y cuje a diestra y siniestra para llegar a tiempo a la feria de vanidades, mientras lo alcanzan los cuatro jinetes de un Apocalipsis mañanero, que advierten que si Bush pierde la elección se acaba el mundo. Todo se reduce al furor y la furia que encierra la narración de un grupo de idiotas o una parábola de ciegos: uno tras otros hundiéndose irremisibles en el pantano arrastrados por la estulticia del primero en caer.
En toda esta sinrazón política, no hay capítulo más ejemplar que las constantes referencias a la participación en la Guerra de Vietnam de ambos candidatos. Todos los días se escuchan comentarios despreciativos sobre la profundidad de las heridas de Kerry en combate, se cuestionan sus medallas y se pone en duda su valor. Se acumulan argumentos falaces para eludir una disyuntiva evidente: un candidato que participó en el conflicto y otro que esquivó el servicio.
No se trata sólo de que no hay una sola misión de combate en el historial del actual presidente. El vicepresidente, Richard Cheney, que por entonces tenía 21 años y era estudiante de Yale, logró que su llamado a filas fuera pospuesto en cinco ocasiones. Al ser interrogado al respecto por The Washington Post, Cheney dijo que en aquel momento “tenía otras prioridades”. Es un promedio “respetable”, pero no establece un récord. El secretario de Justicia, John Ashcroft, logra superarlo. Ashcroft, graduado de Yale en 1964, consiguió siete prórrogas que impidieron que integrara las tropas.
Cabe preguntarse con qué moral estos abanderados de la solución bélica sustentan su ideología. Para encubrir el oportunismo de quienes favorecen las bombas sin haber disparado nunca un tiro —no por cierto ajeno a las arengas de los generales de micrófonos que se escuchan en Miami—, se recurre a la patraña de que la Guerra de Vietnam se perdió en Washington y no en el país asiático. Este desprecio a las verdaderas causas de un conflicto, en que Estados Unidos llegó tarde y de forma inapropiada, contrasta con la actitud viril de John McCain, un republicano que ha denunciado que la campaña sucia contra el historial de combate de Kerry es similar a la que él sufrió cuando trató de ganar la nominación republicana frente a Bush en las pasadas elecciones primarias de su partido.
Lo alarmante es la impunidad con la que éstos y otros argumentos son manipulados a diario, no sólo en Miami sino en toda la nación. No se trata de lograr la victoria electoral a cualquier precio. Por encima del resultado final en noviembre, hay que luchar por preservar la diferencia entre nación y gobierno. Sólo los dictadores y caudillos consideran que sin ellos se acaba el país. Con lenguaje sencillo y rostro simpático, el presidente Bush esconde el fanatismo que lo impulsa, al tiempo que recurre a la demagogia para justificar sus acciones. Los electores tienen que tener en cuenta su actuación —sus errores y logros—, no las tergiversaciones de sus propagandistas. Podrá ganar o perder. Lo importante es que lo haga sin engaño.