El fracaso del guerrillero eterno
Gutiérrez Menoyo: ¿Juego político o jugar a ser político?
Cuando se pueda relatar, con distancia y justicia, el proceso de la revolución cubana, de alguna forma será necesario describir las trayectorias paralelas y entrecruzadas de Fidel Castro y Eloy Gutiérrez Menoyo. Quizá un capítulo, es posible que basten algunos párrafos —aún no hay quien logre definir el alcance—, deberá caracterizar dos formas de entender la ejecución política y el apego a la lucha por cambiar un país donde las ambiciones personales, el protagonismo y la honestidad —o su ausencia— se mezclan en una larga historia de triunfos y fracasos
En esta recopilación posible, a Menoyo siempre le ha tocado la peor parte. Esquemáticamente podría intentarse como un "tema del traidor y del héroe" en una sala de espejos, donde casi de inmediato Castro pierde su imagen de héroe y ocupa el puesto de traidor, mientras Menoyo va saltando de uno a otro extremo y continúa infatigable, sin temor al riesgo de la caída.
Negarle a Menoyo esta historia de cambios es la injusticia mayor que con él comete buena parte del exilio. Su regreso a Cuba es la justificación de las peores sospechas. Los años de cárcel, los golpes y los maltratos no se mencionan. Se rechaza por principio la posibilidad de que esté equivocado. Al tiempo que se minimiza su impacto político, se agigantan sus defectos.
Bajo este punto de vista, todo lo ha hecho mal el hombre que se anticipó a volver del destierro, por miedo de no llegar a tiempo. Castro es el triunfador, Menoyo el perdedor. Uno, el guerrillero que ha sacado provecho de todas las oportunidades; otro, el despilfarrador de ocasiones. Astucia en el primero, torpeza en el segundo. Cualquier interpretación que se aparte de este molde, queda desechada de inmediato.
Virtudes que se le reconocen a cualquiera con un historial semejante —dedicación, evolución política, respaldo a la lucha pacífica, desprendimiento— quedan a un lado. Enemigos por todas partes, que superan sus diferencias ideológicas en el rechazo a un hombre que ha ganado poco y perdido mucho, para ser odiado tan profundamente. Menoyo —en fin— aparece como un mal conspirador, y lo peor es que muchas veces parece conspirar contra él mismo.
Reproches justos y ataques personales
Bajo esa óptica, la actuación de Menoyo se limita a hacerle el juego a Castro. Sus palabras en contra del "comportamiento autoritario e inmovilista", durante la III Conferencia La Nación y La Emigración —celebrada en La Habana en mayo de este año— forman parte de un libreto.
Si luego critica a los disidentes, en los días de celebración del XXXVI Congreso del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), no hace más que demostrar su entreguismo a La Habana. Su rechazo al embargo repite la postura del régimen. Declararse en favor del aspirante a la presidencia norteamericana por el Partido Demócrata, John Kerry, una prueba más de su alianza con el ala más izquierdista norteamericana y con quienes cerraron los ojos ante el genocidio comunista en Vietnam y otros países asiáticos. Si permanece en la Isla, ahí está la confirmación de que cuenta con el beneplácito de las autoridades.
Tales acusaciones, desde Miami, mezclan los reproches justos con los ataques personales; las críticas válidas con la retórica de esquina; la intransigencia política —entendida como el rechazo irracional al punto de vista de otro— con el necesario debate de ideas y estrategias.
Hay más elementos a tomar en consideración que el simple ataque a Menoyo por su deseo de permanecer en Cuba —bajo la forma de un limbo legal de baja intensidad política— y el apoyo a lo que no constituye un desafío a Castro, sino más bien una visión demasiado optimista de la posibilidad de abrir un espacio para la "oposición independiente" dentro de la Isla.
En primer lugar, el rechazo a la acusación de que Menoyo desempeña un papel asignado por Castro. En segundo, considerar que su gestión hasta el momento ha sido poco efectiva, con vista a que el pueblo cubano pueda recuperar su soberanía. Por último, señalar que ha contribuido a la división de la disidencia interna, aunque no de forma decisiva. Más bien de cara al exterior, y no dentro de la Isla.
La disidencia ya estaba bastante fraccionada antes de que Menoyo regresara a Cuba. Tampoco se puede decir que se le haya asignado el papel de "disidente permitido". A Castro no le interesa una disidencia permitida. Lo que siempre ha intentado —y logrado en parte— es controlar el movimiento disidente, mediante la represión e infiltración de sus filas. En ambos casos, Menoyo quedaría fuera del terreno, esperando eternamente, en el banco, su turno al bate.
Europa en la mirilla
Otro punto es la posible utilidad de Menoyo —de cara a Europa y especialmente a España— para que el régimen limpie, en cierta medida, su imagen represiva. El optimismo del ex comandante se confunde con una justificación de los medios utilizados por el régimen para reprimir la disidencia. Cuando él considera que la supuesta anuencia de La Habana, al permitirle viajar al exterior y regresar a la Isla, deja "claro el mensaje de que con un tipo de oposición independiente se puede trabajar", no da una muestra de ingenuidad sino de complacencia.
Al criticar una estrategia internacional de "enfrentamiento" con Castro y abogar por una "política de buena vecindad" confunde de nuevo los términos. Si bien el aislamiento económico a Cuba —léase embargo norteamericano y medidas similares— simplemente contribuye a una situación de "plaza sitiada", en la cual el gobernante cubano ha demostrado hasta el cansancio su capacidad de resistencia, el cruzarse de brazos a la espera de gestos de buena voluntad del dictador es acogerse al refugio de las telarañas.
El problema es que Menoyo no representa oposición alguna, a los efectos de movilizar un movimiento de disidencia interna en favor del cambio. Hasta ahora no ha podido convertirse en una contrapartida frente al régimen, ampliamente reconocida, similar a la representada por Oswaldo Payá, Vladimiro Roca y Oscar Elías Biscet.
No ha conseguido aún representar una alternativa. Es una figura con historia y proyección personal, pero sin peso político en la Isla. Ni entre los opositores ni mucho menos en la población. Atrae las cámaras y las libretas de los reporteros, pero no a los ciudadanos. De lo contrario, no estaría en Cuba, o al menos caminando por las calles habaneras.
No es un simple instrumento del régimen, pero tampoco alcanza la estatura de "enemigo peligroso". No le hace el juego a Castro, pero juega a ser un político con una alternativa que hasta el momento se resume, brevemente, en la inacción que él tanto condena. Menoyo es simplemente Menoyo, ni más ni menos. Y aquí también surgen otros problemas con su línea de conducta.
Perdido en refriegas
Pese a su renuncia a la lucha por medios violentos, no ha dejado de ser un guerrillero. Sabe la importancia de asegurar una plaza, y conoce también la necesidad de mantenerse visible. Resistir y realizar escaramuzas. Ponerse a resguardo, pero no permitir que su presencia sea olvidada.
Y al no poder contar aún con la fuerza necesaria para librar un pequeño combate —huye por experiencia de cualquier acción que lo convertiría en titular de la prensa mundial por breves días, pero echaría por tierra su campaña— se pierde en refriegas con otros disidentes. Ese es su error. Al tiempo que debe señalarse que no lo hace por orden de Castro, también debe enfatizarse que no es inocente.
Cuando se baja en el aeropuerto de Barajas, en Madrid, y declara a la prensa que quizá Roca y Payá no acuden al Congreso del PSOE porque prefieren celebrar el 4 de julio con James Cason —el jefe de la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana— comete algo más que una injusticia. Se pone de parte de Castro no por convicción ni oportunismo, sino por afán protagónico.
Vuelve a ser el guerrillero que se enfrenta no sólo al dictador Fulgencio Batista, sino al resto de los revolucionarios. Las palabras no son dignas de un hombre que dice haber aprendido a perdonar y a encaminar la lucha por la vía de la reconciliación nacional. Repetir sus ataques a los disidentes en un comunicado, mientras se celebraba el Congreso del PSOE, es equivocar el enemigo y desperdiciar una tribuna por un ansia personal.
Aboga por el multipartidismo y la democracia, pero no pierde oportunidad para tratar de asociar a otros disidentes con los intereses norteamericanos, con alegaciones que no hacen más que alinearse con el discurso repetido hasta el cansancio por el régimen para justificar la represión.
Hasta el momento, son declaraciones de este tipo la parte más visible de la gestión de Menoyo en Cuba. Se llega así a la paradoja de tener que defender a Menoyo —en vista de la condena a su persona que realiza una parte del exilio— al tiempo que se rechaza su antagonismo hacia la disidencia interna y se alerta sobre su optimismo injustificado.
Supervivencia en la selva
Dos hechos justifican esta defensa. Uno está por encima del guerrillero que no se desprende de su coraza. El otro se apoya precisamente en lo que en parte niega el primero: la capacidad de supervivencia en la selva.
Los enemigos de Menoyo siempre acuden en su ayuda. Frente al inmovilismo de La Habana y Washington, él representa no una esperanza ni una estrategia; pero atacar su permanencia en Cuba es ponerle otro candado a la puerta que nadie ha podido abrir.
La categoría de exiliado político la "otorga" Fidel Castro. Lo viene haciendo desde hace muchos años. Se la ha "conferido" a todo aquel que se ha visto obligado a abandonar la Isla, con independencia de motivos, voluntad y aspiraciones. Estados Unidos reconoce esa categoría y ha sido generoso, como ningún otro país, con los cubanos. La nación norteamericana. No un gobierno específico, republicano o demócrata.
Hay algo que nos une a todos los que partimos de Cuba y nos diferencia del resto de los inmigrantes: no podemos —poco importa el deseo de hacerlo o no— establecernos de nuevo, de forma legal y permanente, en el país en que nacimos. No es un problema de ciudadanías adquiridas, es un derecho de nacimiento. Castro le da permiso a uno para irse definitivamente. Hasta ahora, no ha dado "permiso" para regresar definitivamente. Esta es una batalla que vale la pena librar: la anulación de los "permisos".
Al regresar a Cuba, Menoyo sentó un precedente. Claro que no se trata de un ciudadano común y corriente, pero intentó abrir una puerta. Por diversas razones, Washington y La Habana han actuado al unísono para aumentar la necesidad de permisos, en lugar de disminuirlos. La lucha de Menoyo avanza por el camino contrario y justo. Poco ha logrado hasta el momento, pero su permanencia en la Isla es la segunda justificación de su defensa.
Escepticismo y paciencia
Defender a Menoyo no quiere decir librarlo de la crítica. Este artículo aspira a dejar clara esa diferencia. Se debe dar un paso más. Ser escéptico en cuanto a su gestión. La involución del proceso cubano no es un simple reflejo de un aparente aumento de tensiones entre Cuba y Estados Unidos. Castro ha sabido aprovechar una situación internacional propicia para aferrarse al poder —y cerrarle la vía a cualquier transición—, como respuesta al resquebrajamiento de su gobierno. Prefiere que la nación se haga pedazos antes de ceder una parcela de mando. Pero esta situación no es inmune al cambio.
Hay dos escenarios posibles donde Menoyo entraría finalmente a desempeñar un papel. En cualquiera de ellos, hay logros nada despreciables para él: abandonar la imagen de figura aislada que provoca tanto rechazo en Miami, temor en muchos en la Isla y controversia en todas partes. El primero tiene que ver con España, y puede estar comenzando a materializarse. El segundo, con Estados Unidos.
¿Qué puede significa Menoyo para Castro? La posibilidad de abrir un canal con el actual gobierno español es una respuesta probable, pero tan tentativa como todo lo que el ex comandante ha hecho en los últimos años. Un tanto en favor del opositor: escogió residir en la Isla en momentos en que tal vía estaba más cerrada que nunca.
Si en alguna que otra ocasión su astucia política puede ser puesta en duda, su paciencia es infalible. Otro a favor de Castro: la presencia de Menoyo en La Habana es una ficha de reserva que puede utilizar o no, sin que hasta el momento se sienta comprometido en forma alguna. Un tercero que beneficia a ambos: la actual política de Washington hacia Cuba.
Una estrategia de cierre total —como la que representan las ya famosas "nuevas medidas"— distancia a Europa de cualquier acuerdo común con Estados Unidos para presionar políticamente a La Habana. Hay que ver qué ocurre cuando Menoyo regrese a la Isla, de su escala en Miami, la semana última.
El segundo escenario es probable, pero no de inmediato. Una nueva política norteamericana hacia la Isla implicaría un reajuste de posiciones. Menoyo quiere estar en Cuba en caso de que ocurra. El guerrillero solitario, sin detenerse a pensar en el tiempo que conspira en su contra. Incluso, un pequeño triunfo cambiaría por completo una historia marcada por más de un fracaso.
(c) Alejandro Armengol
La actual campaña republicana para la reelección del presidente George W. Bush es un insulto a la inteligencia de los votantes, sin que por ello deje de resultar efectiva. Pero perjudicaría enormemente a la imagen de Estados Unidos ante el mundo que el mandatario resultara triunfador con argumentos tan pueriles. No se trata de una simple definición partidista. Aún es muy pronto para vaticinar quién resultará triunfador en noviembre. Hay que destacar, sin embargo, que los estrategas republicanos están apelando a argumentos emocionales y valores en abstractos que dificultan un debate serio sobre la situación económica actual y el futuro de la nación. Una votación no debe estar comprometida con la ignorancia y el engaño.
El aspecto más visible de la manipulación política republicana es el uso con fines electorales de las alertas ante amenazas de ataques terroristas. La administración tiene el deber de advertir a la población cuando la información de inteligencia apunta hacia la posibilidad de un atentado, pero las coincidencias de las alertas con los vaivenes de la campaña por conquistar la Casa Blanca resultan al menos sospechosas. No se puede mostrar indignación ante la menor insinuación de manipulación partidista de la lucha antiterrorista y al mismo tiempo pronunciar una arenga sobre el liderazgo político del Presidente, como hizo el secretario de Seguridad Nacional, Tom Ridge, en su última advertencia.
El miedo a la muerte y a la inseguridad es un recurso socorrido y abusado por los políticos en cualquier circunstancia histórica. Bush no ha tenido el menor escrúpulo en utilizarlo mientras encubre sus fallos en la lucha contra el terrorismo. La consecuencia ha sido el aumento del cinismo entre la población: los colores del sistema de alerta convertidos en la broma cotidiana de los programas de entretenimiento que siguen a los noticieros de televisión nocturnos. Esta administración es culpable del peligroso incremento de la incredulidad en la población.
No se trata sólo de la incapacidad para capturar a los principales cabecillas de los atentados del 11 de septiembre, sino también la responsabilidad por la inestabilidad en Irak, el aumento vertiginoso de los precios del petróleo y el alza vertiginosa de la producción de heroína en Afganistán —como ha reconocido el propio secretario de Defensa, Donald Rumsfeld— tras la derrota de los talibanes. ¿Algún apasionado de la reelección de Bush ha comentado en la radio de Miami sobre el notable incremento del narcotráfico en esa zona?
Es difícil divulgar la verdad cuando toda la atención se dedica a fabricar payasadas, como la supuesta contribución de Teresa Heinz Kerry —la esposa del candidato demócrata para ocupar la Casa Blanca, John Kerry— a la creación de un sistema de internet para Cuba. Repetir esta mentira sólo tiene como objetivo entretener a los votantes y alejarlos de los temas de discusión de la campaña.
Del ridículo a la desfachatez, no hay pudor entre quienes se lanzan a una lucha desesperada por los votos. Da la impresión de que a diario se desarrolla un cuento de hadas alucinado. Una nueva versión de Pinocho en que un enanito cochero propina jan y cuje a diestra y siniestra para llegar a tiempo a la feria de vanidades, mientras lo alcanzan los cuatro jinetes de un Apocalipsis mañanero, que advierten que si Bush pierde la elección se acaba el mundo. Todo se reduce al furor y la furia que encierra la narración de un grupo de idiotas o una parábola de ciegos: uno tras otros hundiéndose irremisibles en el pantano arrastrados por la estulticia del primero en caer.
En toda esta sinrazón política, no hay capítulo más ejemplar que las constantes referencias a la participación en la Guerra de Vietnam de ambos candidatos. Todos los días se escuchan comentarios despreciativos sobre la profundidad de las heridas de Kerry en combate, se cuestionan sus medallas y se pone en duda su valor. Se acumulan argumentos falaces para eludir una disyuntiva evidente: un candidato que participó en el conflicto y otro que esquivó el servicio.
No se trata sólo de que no hay una sola misión de combate en el historial del actual presidente. El vicepresidente, Richard Cheney, que por entonces tenía 21 años y era estudiante de Yale, logró que su llamado a filas fuera pospuesto en cinco ocasiones. Al ser interrogado al respecto por The Washington Post, Cheney dijo que en aquel momento “tenía otras prioridades”. Es un promedio “respetable”, pero no establece un récord. El secretario de Justicia, John Ashcroft, logra superarlo. Ashcroft, graduado de Yale en 1964, consiguió siete prórrogas que impidieron que integrara las tropas.
Cabe preguntarse con qué moral estos abanderados de la solución bélica sustentan su ideología. Para encubrir el oportunismo de quienes favorecen las bombas sin haber disparado nunca un tiro —no por cierto ajeno a las arengas de los generales de micrófonos que se escuchan en Miami—, se recurre a la patraña de que la Guerra de Vietnam se perdió en Washington y no en el país asiático. Este desprecio a las verdaderas causas de un conflicto, en que Estados Unidos llegó tarde y de forma inapropiada, contrasta con la actitud viril de John McCain, un republicano que ha denunciado que la campaña sucia contra el historial de combate de Kerry es similar a la que él sufrió cuando trató de ganar la nominación republicana frente a Bush en las pasadas elecciones primarias de su partido.
Lo alarmante es la impunidad con la que éstos y otros argumentos son manipulados a diario, no sólo en Miami sino en toda la nación. No se trata de lograr la victoria electoral a cualquier precio. Por encima del resultado final en noviembre, hay que luchar por preservar la diferencia entre nación y gobierno. Sólo los dictadores y caudillos consideran que sin ellos se acaba el país. Con lenguaje sencillo y rostro simpático, el presidente Bush esconde el fanatismo que lo impulsa, al tiempo que recurre a la demagogia para justificar sus acciones. Los electores tienen que tener en cuenta su actuación —sus errores y logros—, no las tergiversaciones de sus propagandistas. Podrá ganar o perder. Lo importante es que lo haga sin engaño.
ALEJANDRO ARMENGOL
La situación en Irak es un problema que debe enfrentar Estados Unidos como nación. No es una responsabilidad sólo del Partido Republicano y mucho menos del presidente George W. Bush.
En la democracia los gobiernos se suceden, se modifican las leyes y la sociedad cambia de rumbo, pero sin echar a un lado sus fundamentos.
Acaba de ocurrir en España. Tras dos períodos de gobierno conservador, los socialistas vuelven al poder. No es la primera vez que ocurre, como también es seguro que tendrán que abandonarlo de nuevo. A nadie se le ocurre decir que la península desaparecerá con la llegada del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) a la Moncloa.
“España se ha arrodillado ante los terroristas”. Lo dice Armando Pérez Roura, el director de Radio Mambí, la emisora preferida por el llamado “exilio de línea dura” aquí en Miami. Además de un insulto al pueblo español, es una tergiversación: los electores españoles le pasaron la cuenta al Partido Popular (PP). En la suma de logros y errores, que debe realizar todo votante, unos pesaron más que los otros.
Sólo los dictadores y caudillos consideran que sin ellos se acaba el país. Con lenguaje sencillo y rostro simpático, el presidente Bush esconde el fanatismo que lo impulsa, al tiempo que recurre a la demagogia para justificar sus acciones. Los electores tienen que tener en cuenta su actuación —sus errores y logros—, no sus discursos. Podrá ganar o perder. Lo importante es que lo logre sin engaños.
Las pruebas son irrefutables. Bush llevó a esta país a una guerra apoyado en el argumento de que Sadam Husein poseía armas de exterminio masivo. Estas no han aparecido. Han muerto más soldados norteamericanos luego de la caída del dictador iraquí que en los combates para derrocarlo. No se ha encontrado un vínculo entre Husein y Al Qaeda. El régimen secular de éste no propiciaba el fundamentalismo islámico. Todo lo contrario: lo reprimía. La mayoría de los que participaron en los atentados terroristas eran sauditas. No había un solo iraquí.
Las raíces del terrorismo hay que buscarlas, por una parte, en las ciudades de Occidente. En los núcleos de inmigrantes, quienes enfrentan la discriminación y la pobreza al tiempo que ciertos líderes religiosos le alimentan los odios y les inculcan una fe ciega con la que enfrentar la pérdida de valores y superar la crisis de identidad. También en los países que amparan y nutren a los grupos de fanáticos, como Arabia Saudí, Pakistán, Irán y el Afganistán del régimen talibán. Son hechos, datos, cifras.
La actual administración no ha llevado la democracia a Irak. Ha sumido a ese país en el caos y la inseguridad. Es difícil creer en un futuro democrático cuando sólo se escuchan disparos.
Irak es hoy un lugar más peligroso —para ciudadanos y extranjeros— que hace un año. El terrorismo no ha disminuido. No se puede afirmar que el mundo es un lugar más seguro sin Husein en el poder. Es cierto que hay un dictador menos. Pero quedan muchos. ¿Por qué Husein y no Fidel Castro?, se preguntan en esta ciudad quienes favorecen una confrontación bélica con el dictador cubano que ellos puedan seguir por la televisión mientras alientan a los invasores a través de llamadas telefónicas a las emisoras de la radio cubana.
El presidente norteamericano cometió un error, al desviar la lucha contra los terroristas hacia una guerra que se ha convertido en un atolladero: un despilfarro de millones de dólares y un sacrificio inútil de miles de vidas. No se trata de amparar a Husein. Pero la forma en que se logró la caída de su dictadura fue un empeño personal. No una necesidad nacional. Es lo único que cuenta a la hora de juzgar la actuación de este gobierno en Irak. El administrador norteamericano L. Paul Bremer ha acumulado errores desde que tomó el mando y ordenó la disolución del ejército iraquí. Pero la culpa principal radica en la política arrogante y aislacionista que lleva a cabo la Casa Blanca.
Contra estos hechos se alza la demagogia. Es efectiva en la misma medida que el irracionalismo cobra fuerza. No hay recurso más fácil que alimentar el miedo. Bush repite el argumento de que ahora todos los países saben que Estados Unidos apoya con acciones sus palabras. Pero esta determinación no debe impedir analizar si las acciones son adecuadas. No se trata de que el resto del mundo tema a esta nación. Hay que buscar la cooperación, no el sometimiento. Es imposible someter al mundo entero a los designios de Washington. Así lo indica el sentido común. Y sólo los fanáticos no toman en cuenta el sentido común.
Ningún gobernante está libre de equivocarse. El problema es cuando no lo reconoce. Las respuestas de Bush, durante la última conferencia de prensa, se limitaron a esquivar la realidad y hablar en términos generales. Apelar a valores fundamentales —la libertad, por ejemplo— y así apartar su discurso del aquí y ahora y moverlo libremente en el reino de lo ideal. Vestir el ropaje del cruzado no es más que un disfraz para ocultar errores.
Quien todo lo ve en blanco y negro, aquel que considera que el mundo se divide en buenos y malos, no admite matices. Tampoco le gusta escuchar opiniones contrarias. Castro no escucha: habla todo el tiempo. Dos colaboradores cercanos a Bush —Richard Clarke y Paul O’Neill— han detallado la tendencia del Presidente a escuchar sólo las opiniones e informes acordes a sus deseos y creencias. No tratan de hacer una campaña negativa —con anuncios políticos pagados por la televisión— al estilo de Karl Rove y sus acólitos. Son dos especialistas que se han limitado a narrar sus experiencias en sendos libros.
No se puede mirar hacia otro lado frente a datos divergentes. Aferrarse a un esquema preconcebido llevó a esta administración a justificar el inicio de una guerra contra Irak. “Los expertos son peligrosísimos”, dijo el legislador Mario Díaz-Balart el 14 de abril en Radio Mambí. Este rechazo a la inteligencia y el saber caracteriza plenamente a un sector del Partido Republicano. El conocimiento no es un peligro. El fanatismo, la incapacidad y la ignorancia sí.
ALEJANDRO ARMENGOL
La mayoría de los exiliados cubanos que viven en el sur de la Florida apoyan cualquier medida para salir de Fidel Castro, a la par que no ven esto posible en un futuro cercano. Esta afirmación desalentadora es una de las conclusiones que se desprende de la última encuesta sobre la política de Estados Unidos hacia Cuba. No es un hallazgo sorpresivo.
Ha aumentado la resignación y el desencanto, pero también ha crecido la ayuda a quienes viven en la isla y el apoyo a las medidas que permiten la venta de alimentos y medicinas. Hoy son menos los que se oponen al levantamiento de la prohibición de viajes.
Estos dos polos caracterizan al exilio floridano. Una comunidad que se declara en favor del embargo y la lucha armada contra Castro, pero cuyos miembros viajan a la isla y envían remesas. ¿Cómo apoyar el diálogo y la guerra al mismo tiempo? La explicación está en el estancamiento de la situación en la isla. La renuencia total a cualquier tipo de solución negociada por parte del gobernante cubano hace que la alternativa armada mantenga su vigencia entre los exiliados --aunque sea como principio--, por más que no exista una posibilidad real e inmediata de que ésta se materialice.
El tercer aspecto que evidencia la encuesta es el más interesante. Son las diferencias entre los exiliados llegados entre 1959 y 1964 y los que arribaron después de 1985. Las discrepancias fundamentales no radican en el rechazo o el apoyo al embargo, la actitud hacia el derrocamiento del régimen por la vía militar y la posición frente a la disidencia interna, sino en cuestiones más cotidianas: las remesas, los viajes a la isla, las ventas de alimentos y medicinas y los conciertos en Miami de artistas residentes en la isla. No se trata de un enfrentamiento ideológico entre sectores del exilio, sino de puntos de vista divergentes en aspectos relativamente secundarios, magnificados por el sector más intransigente. Sólo en la posibilidad del restablecimiento de relaciones entre Estados Unidos y el gobierno cubano estas discrepancias adquieren una clara dimensión política.
El sondeo --realizado en conjunto por el Instituto de Investigaciones de la Opinión Pública y el Instituto de Investigaciones Cubanas de la Universidad Internacional de la Florida (FIU)-- es el más importante de los frecuentes estudios sobre las opiniones de los exiliados que se llevan a cabo en esta ciudad.
La falta de una alternativa es la que permite entender el fuerte apoyo al mantenimiento del embargo --un dato consecuente con otros sondeos llevados a cabo en esta ciudad. Sin embargo, al ser interrogados sobre restricciones específicas, los entrevistados demuestran ser más moderados de lo que aparentan. Aproximadamente el 49.1% respalda la prohibición a las compañías norteamericanas para que hagan negocios con Cuba, pero un 69.2% estaría de acuerdo en permitir a esas compañías que vendan medicinas para los residentes en la isla. Un 55.4% favorecería la venta de alimentos.
La encuesta tiene un valor fundamental en lo que respecta al tema de las remesas. El 52.7% de los encuestados envía dinero a sus familiares en la isla, mientras que el 45.6% no lo hace y el 1.7% no lo sabe o se negó a responder. El total de dinero enviado anualmente por residentes en Miami-Dade y Broward --cercano a los cien millones de dólares-- se debe a que hay muchos exiliados que mandan cantidades moderadas.
La oposición de criterios sobre las remesas y los viajes es notoria según la fecha de arribo al exilio. Las diferencias se hacen más notables entre quienes llegaron entre 1959 y 1964 y aquéllos que vinieron después de 1985.
También se acentúan en los puntos intermedios de la escala de opinión y no en las posiciones extremas. Mientras que el 31.9% de los primeros se opone con firmeza a la venta de medicinas a Cuba, la cifra baja a casi la mitad entre los últimos: sólo el 15.2%. La desproporción es aún mayor con respecto a la venta de alimentos: muy en contra el 49.7% de quienes llegaron antes y sólo el 20.7% entre los que se exiliaron después de 1985. Hay diferencias similares sobre el establecimiento de un diálogo nacional, la restricción a los viajes y el permitir la actuación en Miami de grupos musicales procedentes de Cuba.
Si el apoyo a la disidencia es el punto de unión de los exiliados --con independencia de la fecha de arribo--, el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba marca la mayor discordia. A favor sólo está el 28.8% de los llegados antes de 1964, con el 71.2% en contra. Las cifras casi se invierten por completo entre quienes viajaron al exilio después de 1985: 61.1% a favor y 38.9% en contra.
Tras estas diferencias hay un enfoque más pragmático de los exiliados recientes, mientras que el llamado ''exilio histórico'' se aferra con mayor fuerza a la posibilidad extremadamente débil de cambios inmediatos (es decir: la caída de Castro) y se niega a renunciar a sus puntos de vista tradicionales. Poco a poco, se abre paso la moderación.
Hay un avance en el exilio. Siempre constituye un progreso que un problema político sea reemplazado por razones más humanas. Predomina en las cifras la visión de que la oposición al régimen castrista no está reñida con la necesidad de ayudar a quienes viven en Cuba. Ahora hace falta que se imponga también en las urnas.
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Posted on Tue, May. 11, 2004
El Nuevo Herald
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ALEJANDRO ARMENGOL
El ataque de cientos de insurgentes chiítas a las oficinas centrales de la Autoridad Provisional del Gobierno de Coalición en la ciudad de Nayaf, realizado el domingo 4 de abril, no fue rechazado por soldados de Estados Unidos. Fueron ocho miembros de una firma privada de seguridad los que defendieron las instalaciones. Las implicaciones del hecho vienen a complicar aún más la situación en Irak.
Según el diario Washington Post, fuentes familiarizadas con el incidente le informaron que la firma Blackwater Security Consulting envió sus propios helicópteros, que en medio de un intenso tiroteo, lograron abastecer de municiones a los atacados y trasladar a un marine herido. La compañía Blackwater tiene un contrato para brindar servicios de seguridad a los miembros del gobierno provisional, instalado por las fuerzas de la coalición en Nayaf.
Blackwater es una firma de seguridad y entrenamiento de personal de custodia, con sede en Moyock, Carolina del Norte, que tiene 450 empleados trabajando en Irak. La mayor parte de este personal brinda protección a los empleados de la Autoridad Provisional —incluido el administrador L. Paul Bremer— y a visitantes importantes. Muchos de los que laboran en la firma son ex miembros de cuerpos de élite de las fuerzas armadas estadounidenses. Los cuatro empleados civiles brutalmente asesinados y mutilados en días recientes pertenecían a la compañía Blackwater. Viajaban como escoltas de un convoy que transportaba comida y equipos de cocina de un subcontratista de una firma encargada de la alimentación de más de una docena de unidades militares norteamericanas en Irak.
El gobierno del presidente George W. Bush viene empleando guardias privados —tanto en Afganistán como en Irak— desde el comienzo de ambos conflictos. La compañía DynCorp, Inc., con sede en Virginia, se encarga en la actualidad de la protección del presidente afgano Hamid Karzai. Pero el aumento de la participación del sector privado en tareas vinculadas con las operaciones militares y de mantenimiento de la paz en todo el planeta, es una tendencia que data de los 10 últimos años.
Forma parte de una estrategia de privatización de ciertas labores, para las cuales el Pentágono prefiere pagar a un contratista que llevarlas a cabo con personal propio. Estas tareas incluyen no sólo la seguridad personal, también el mantenimiento de aviones militares, el funcionamiento de sistemas de comunicaciones y una amplia variedad de misiones: desde la fabricación de vacunas hasta el exterminio de campos de drogas.
Desde Bosnia hasta Haití
Las corporaciones militares privadas han crecido notablemente en la última década, de acuerdo a un artículo aparecido en la revista The New Republic en noviembre de 2002. Cumplen funciones que las fuerzas armadas norteamericanas se vieron imposibilitadas de llevar a cabo, luego de una reducción de casi dos millones de efectivos tras el fin de la guerra fría. A veces sus miembros son considerados especialistas de alto nivel de protección y defensa. Otras se les llama paramilitares o simplemente mercenarios.
Todos los nombres tienen una carga política. También todos sirven para catalogar el trabajo de muchos de ellos: ex militares que volvieron sus ojos al sector privado cuando quedaron sin empleo o que prefirieron llevar a cabo su tarea de forma mucho mejor remunerada.
Pistoleros a sueldo
"El boom en Irak (de la industria de la seguridad) es sólo la punta del témpano de una industria que genera $100.000 millones anualmente, la cual los expertos consideran ha sido el sector de crecimiento más rápido de la economía global durante la pasada década", señala un artículo aparecido el 28 de marzo en el San Francisco Chronicle. Los soldados de fortuna han estado presente en los conflictos regionales de trascendencia de los últimos años, desde la guerra en Bosnia hasta la lucha contra el narcotráfico en Colombia.
El papel de estos ejércitos privados ha sido determinante en varias naciones africanas. En Sierra Leona, por ejemplo, donde en 1995 y 1996 la compañía sudafricana Executive Outcomes recibió $1.5 millones al mes para derrotar a los 10.000 rebeldes del Frente Unitario Revolucionario. Y en Angola, con la misma corporación obteniendo $40 millones cada año entre 1993 y 1995. La Executive Outcomes empleó 500 mercenarios —apoyados por aviones de combate y helicópteros de ataque— para evitar la derrota del ejército angolano a manos de 50.000 rebeldes de UNITA.
El caso más reciente fue en Haití. La protección del depuesto presidente Jean-Bertrand Aristide estaba a cargo de la compañía estadounidense Steele Foundation. Cuando los insurrectos haitianos avanzaron hacia Puerto Príncipe, a finales de febrero, Aristide trató de contratar más agentes de la Steele Foundation y otras firmas similares, pero se estima que el gobierno norteamericano presionó a las compañías para que denegaran la solicitud. Algunos analistas consideran —de acuerdo con el San Francisco Chronicle— que si desde el inicio Aristide hubiera previsto el avance insurrecto, y contado con los recursos financieros necesarios, la contratación de entre 50 y 100 agentes de seguridad adicionales habría bastado para asegurarle la permanencia en el poder.
Remedio temporal
La participación de los miembros de Blackwater en el ataque del 4 de abril es un ejemplo del área indefinida que existe en Irak, entre las funciones oficiales de un guardaespalda y la realidad de la participación activa en combate en una zona de guerra, según el Post. Esta zona nebulosa puede crecer más aún si la situación continúa complicándose. Pero las implicaciones tienen un alcance mayor.
Hay 135.000 soldados norteamericanos en Irak. Existe el plan de reducir su número a 115.000 en el verano. Todo parece indicar lo contrario. Tanto el presidente como el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, han dejado abierta la puerta para que se envíen más tropas. Una medida de este tipo indudablemente implica un costo político, en un año de elecciones. El plan de utilizar el sistema de rotación de tropas para dilatar la permanencia de los soldados, pese a la llegada de personal de reemplazo, es sólo un remedio temporal. Se logra así aumentar el número de efectivos sin solicitar el envío de nuevas tropas, pero el talón de Aquiles de la jugada es que quienes contaban los días para el regreso se sentirán frustrados. Aumentarán las tensiones de quienes se encuentran en una situación de peligro permanente y se deteriorará la moral combativa. El envío de refuerzos es inevitable.
En este caso, una salida conveniente para la administración sería gestionar el aumento de las fuerzas paramilitares. De acuerdo con el diario español El País, en la actualidad suman entre 15.000 y 20.000 los soldados privados en suelo iraquí. Diversos periódicos norteamericanos sitúan la cifra alrededor de los 15.000. De acuerdo con el Chronicle, las fuerzas de ocupación lideradas por Estados Unidos han expresado la existencia de planes para destinar hasta $100 millones durante los próximos 14 meses en la contratación de fuerzas privadas de seguridad para proteger la Zona Verde —el área donde se encuentran sus cuarteles generales en Bagdad y que en la actualidad es protegida por soldados norteamericanos—, con el objetivo de hacer menos visible la presencia militar, en el supuesto caso de que se lleve a cabo la nominal transferencia de soberanía a un gobierno provisional iraquí luego del 30 de junio.
Una mayor participación de mercenarios puede resultar desastrosa. Trasladaría al sector privado un problema que debe ser enfrentado directamente por el Estado. Son firmas que no están obligadas al escrutinio público, como las dependencias gubernamentales. Su participación en acciones bélicas puede afectar notablemente la imagen de este país ante los iraquíes y el mundo, con independencia de las circunstancias que motiven los hechos. Se trata de evitar que ocurran situaciones de este tipo. No de buscar justificaciones a posteriori. Ni el Departamento de Defensa ni la firma Blackwater han querido comentar sobre lo ocurrido antes de que llegaran tropas de las fuerzas especiales de Estados Unidos.
La preocupación sobre la actuación de los contratistas de seguridad norteamericanos ha llevado a que un grupo de senadores de este país le pida a Rumsfeld una explicación sobre el papel de estos civiles, que operan en forma similar a las fuerzas especiales, pero no están bajo el control militar de Estados Unidos.
"Podría ser un precedente peligroso si Estados Unidos permite la presencia de ejércitos privados operando fuera del control de una autoridad gubernamental y al servicio sólo de quienes les pagan", dice la carta firmada por 13 senadores demócratas —entre ellos Hillary Clinton y Carl Levin— y dada a conocer el 9 de abril.
"En el contexto de Irak, a menos que esas fuerzas estén correctamente controladas por autoridades de Estados Unidos y estén requeridas para operar bajo claras directrices y supervisión apropiada, su presencia contribuirá al resentimiento iraquí", puntualiza la misiva de acuerdo con una información de la Agencia France Presse.
Todo se encamina, sin embargo, a que la presencia de soldados de fortuna aumente en las próximas semanas. Según el Post, las firmas privadas de seguridad han comenzado a unirse y organizar lo que probablemente constituya el mayor ejército privado del mundo, con sus propios equipos de rescate y servicios de inteligencia. De acuerdo con el diario norteamericano, se espera que el número de guardias privados aumente a 30.000 en los próximos meses. Su presencia masiva en una zona de combates tan intensos no tiene precedentes en la historia de Estados Unidos, afirman funcionarios del gobierno y expertos.
Otro problema es que, con el deterioro de la situación iraquí en los últimos días, las fuerzas de la coalición no han podido acudir a tiempo al rescate de los guardias de seguridad en varias ocasiones. Cinco hombres de la firma británica Hart Group Ltd. fueron atacados durante una noche. Uno fue muerto y los cuatro restantes heridos. Esa misma noche, empleados de otras dos compañías —Control Risk Group y Triple Canopy— fueron también rodeados y atacados.
La cooperación entre los diversos grupos de seguridad y los ataques constantes a que están sometidos éstos, incrementa las posibilidades de un aumento del resentimiento mutuo entre extranjeros e iraquíes, un temor expresado en la carta de los congresistas demócratas. A su vez, la falta de control preocupa a algunos funcionarios del Departamento de Defensa. "La Autoridad Provisional del Gobierno de Coalición ha otorgado todo tipo de contrato a todo tipo de gente", dijo un funcionario de alto rango de la Secretaría de Defensa, en una información distribuida por el Post.
Costos excesivos
El Departamento de Defensa tampoco tiene la obligación de informar al Congreso de la existencia de contratos por un valor menor de $50 millones. Para los miembros de las corporaciones militares privadas, no rigen los límites impuestos al número de militares que participan en un conflicto. Sus acciones no están sujetas a las leyes norteamericanas —al actuar en suelo extranjero— y tampoco a los códigos de conducta militar de Estados Unidos.
Alrededor de 25 firmas diferentes —con contratos para la reconstrucción de Irak— emplean agentes de seguridad privados. Algunos son iraquíes, pero la mayoría de estos hombres provienen de una multitud de países, además de Estados Unidos y Gran Bretaña: Nepal, Chile, Ucrania, Israel, Sudáfrica y Fiji, entre otros. Como parte del personal que trabaja para Blackwater en la protección de los pozos petroleros —a través de un subcontratista—, hay ex militares de la dictadura chilena de Augusto Pinochet, que reciben un salario mensual de $4.000, según el periódico USA Today.
El empleo de contratistas militares puede resultar, en algunos casos, una vía costosa y reprobable para esquivar restricciones legales. Ha ocurrido con anterioridad. Nada garantiza que no vuelva a ocurrir. Los costos de los servicios de seguridad se han multiplicado en los últimos meses, en la medida en que la violencia tras el derrocamiento de Sadam Husein ha derivado de robos y saqueos a ataques motivados por fines ideológicos contra los ocupantes.
Como resultado, "los gastos de protección, que en Irak se consideraban alrededor del 10 por ciento del costo de los contratos de reconstrucción, se han incrementado entre el 25 y el 30 por ciento desde que el primer contratista llegó al país", cita The Baltimore Sun en su edición del 18 de marzo. La combinación de inseguridad, costos excesivos y diferencias culturales e ideológicas no hace más que echar combustible a una situación de por sí explosiva.
Muerte y dinero
No se trata de culpar al gobierno republicano por el empleo de soldados de fortuna. Es una práctica generalizada, que con anterioridad ha tenido resultados negativos. Durante la administración del ex presidente Bill Clinton, empleados de DynCorp participaron en un caso conocido de trata de blancas en Bosnia. Hace unos pocos años, una docena de empleados de esta compañía supuestamente estuvieron involucrados en la venta de prostitutas de Europa del Este, en al menos un caso se trató de una niña de 12 años. Varios de estos empleados incluso filmaron una violación, de acuerdo con The New Republic.
La misma compañía se vio envuelta en un caso en Perú, en abril de 2001, donde se derribó un avión que trasladaba misioneros norteamericanos y en el que murieron una mujer y su bebé de siete meses. No es vincular las acciones indebidas de una compañía, en determinado país, con el papel que desempeña otra en una situación y territorio diferentes. Blackwater y DynCorp actúan con independencia en dos países distintos. Pero se debe destacar la falta de controles necesarios en una situación muy peligrosa. Son norteamericanos que mueren y matan, con independencia de si llevan o no uniforme.
Se debe señalar que hasta el momento no hay informes de que miembros de las corporaciones militares privadas hayan realizado actos cuestionables en Irak. Se trata de un personal muy bien entrenado y de gran experiencia. Lo que sí se conoce es que han muerto al menos 50, quizá más, de acuerdo con la edición del 2 de abril de Los Ángeles Times. Tampoco hay un conteo preciso de las muertes iraquíes en los diversos enfrentamientos y disturbios. Lo que sí es una realidad innegable es que la situación en el país dista mucho de la visión anticipada por el vicepresidente Dick Cheney, cuando en los días que antecedieron a la guerra dijo que creía que las tropas invasoras serían saludadas como "libertadores".
De una guerra para poner fin a un tirano peligroso para la humanidad, el conflicto ha derivado en una encrucijada de muerte y dólares. Nada hay que ir a buscar a Irak, salvo el dinero y la muerte. "Tenemos una coalición internacional en Irak, una coalición de quienes cobran por sus servicios", ha declarado Peter Singer, analista de la Institución Brookings en Washington y autor de Corporate Warriors: The Rise of the Privatized Military Industry.
El caos de los últimos días en algunas zonas de Irak no sólo evidencia la insuficiencia de tropas. También hacen más necesaria que nunca la búsqueda de una participación internacional como única salida definitiva a una situación que sirve para alentar el odio hacia Estados Unidos. Pero la conducta del presidente Bush se ha convertido en un obstáculo en el logro de una solución negociada. Tampoco se ha logrado un avance notable en Afganistán, donde ha aumentado el narcotráfico y la estabilidad es sólo relativa. Se impone un replanteamiento total de las estrategias políticas y militares en ambos países. Una labor que debe llevar a cabo esta administración o la próxima.
Encuentro en la red- Diario independiente de asuntos cubanos
(c) 1996-2004 Asoc. Encuentro de la Cultura Cubana
ALEJANDRO ARMENGOL
Hace apenas dos años, al escritor que opinaba constantemente sobre la situación imperante en su país y en el mundo se le veía como una especie en peligro de extinción. Al fallecer Arturo Uslar Pietri, a comienzos del 2001, esta sospecha se hizo aún más fuerte. Al igual que el escritor venezolano, autores como los mexicanos Alfonso Reyes y Octavio Paz, el español José Ortega y Gasset y el cubano Fernando Ortiz eran sombras de otra época.
Los intelectuales que entendieron la labor de educar como un ejercicio diario —a través de la prensa, la televisión o el libro— se vieron sustituidos por los informadores profesionales: especialistas en adecuar las noticias y las opiniones de acuerdo a los cambios climáticos, las horas de ocio y los niveles de consumo. Hombres que en algunos momentos rozaron el poder político o formaron parte de él, pero que se sintieron más a gusto en sus bibliotecas —aunque siempre con la ventana abierta— pasaron a ser considerados piezas de museo: inútiles en un mundo que avanzaba a la globalización y donde las utopías y los grandes debates ideológicos eran parte de la prehistoria. El descrédito de la izquierda fue la causa principal —aunque no la única: la especialización y el aislamiento académico también fueron factores importantes— de la decadencia del papel de los intelectuales. La causa neoliberal sólo ha contado con un escritor en lengua española de gran fama internacional: Mario Vargas Llosa. Su notoriedad, sin embargo, no opacaba que cada vez más se percibiera al quehacer intelectual como un oficio del siglo pasado.
Que el intelectual viera relegado su papel en los aspectos políticos no fue necesariamente una consecuencia negativa. Quizá todo lo contrario. Más allá de la función de conciencia crítica, inherente al acto de creación, la participación de los escritores y artistas en los medios de gobierno —aun limitada a los aspectos de orientación— no sólo había resultado en muchos casos errónea, sino incluso contraproducente y hasta peligrosa. Resultaba entonces saludable pensar que lo mejor era que se dedicara a escribir sus libros o filmar sus películas y no "perdiera su tiempo” en otros asuntos, salvo por razones de subsistencia. Pareció adecuado entonces mantenerse en la ribera. Cuba continuaba siendo una excepción, pero incluso en este caso se alzaban voces que intentaban propiciar un acercamiento en que el debate político —si no podía quedar completamente excluido— fuera al menos relegado a un segundo plano. Las intenciones resultaron claras en pocas ocasiones y torcidas la mayoría de las veces, aunque la posibilidad no debía despreciarse simplemente con una negativa. Las circunstancias han cambiado, pero la negación continúa siendo una respuesta incorrecta.
Para devolverle prestigio y necesidad a la participación del intelectual en los asuntos públicos no bastaron el reconocimiento al papel desempeñado por figuras como Alexander Solzhenitsin y Czelaw Milosz. Tampoco los múltiples homenajes y las memorias recuperadas de los cientos —o miles— de escritores que murieron en el gulag. Ni siquiera el valor sostenido de la labor ejemplar de Georges Orwell. Hace poco se conmemoró el centenario del nacimiento de ese hombre que constituye un paradigma del siglo pasado —y posiblemente también lo será de éste—: el escritor que no temió equivocarse ni comprometer su carrera en su afán de advertir las injusticias.
Fue necesario el cataclismo de los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2002 —y sus consecuencias de guerra, represión, incertidumbre y miedo— para que de nuevo se escuchara la opinión de quienes se dedican al oficio incierto de apresar palabras, interpretar una idea y trasmitir una emoción. De nuevo el intelectual se siente obligado a opinar, sobre lo que pasó y ocurre. No puede librarse de la maldición que arrastra todo creador: dar a conocer su punto de vista e incluso participar de alguna forma en la vida social y política. En Estados Unidos, el país donde el escritor parecía alejarse cada vez más del acontecer diario, tuvo que volver a ocupar un papel que por momentos agradece y en otros detesta. Hoy se alzan las voces de los autores norteamericanos con una fuerza desconocida hasta hace poco.
El fin de las riberas
Al horror del terrorismo y la guerra se suma ahora la ola represiva desatada en Cuba. En este caso tampoco es posible la indiferencia, o esa forma mezquina de alejarse de la costa que es la justificación ante lo injustificable. La denuncia de la represión en la isla debe servir también para cuestionarse la farsa de borrón y cuenta nueva con que el régimen de La Habana viene intentando diluir la necesidad de una orientación moral y cívica del país.
Durante los últimos años, el gobierno castrista practicó una banalización de la censura con actos y gestos tardíos: conciertos de rock y rap, una estatua de John Lennon, la aparición de obras prohibidas y la publicación de autores fallecidos en el exilio. Se acudió a los sepultureros de turno, y comenzó a desempolvar libros censurados, canciones prohibidas y películas enterradas en bóvedas. No se trata de una condena en abstracto. Divulgar en la isla la obra de un escritor censurado no deja de ser meritorio, por encima de la mediocridad del recordatorio oportunista. Pero hay que deslindar entre la ilusión de un pasado enterrado —destruida brutalmente por la realidad del encarcelamiento de decenas de ciudadanos pacíficos empeñados sólo en divulgar la verdad— y una actitud ante la vida que se limite a mirar hacia otro lado mientras se cometen injusticias.
Ahora más que nunca es necesario que los intelectuales cubanos asuman su papel. No se trata de confundir la labor del escritor con la del político. Un peligro siempre presente en un país donde uno de sus mejores escritores fue a la vez el héroe independentista elevado a la santidad nacional. Pero responder a esta urgencia hace indispensable plantearse varias preguntas que no tienen una respuesta fácil. La primera es hasta qué punto el creador debe sacrificar la realización de su obra frente a una situación transitoria. De nuevo el ejemplo de Martí puede resultar contraproducente. La famosa frase del arte a la hoguera no hay que seguirla al pie de la letra. De ser así Cuba sería un páramo cultural porque siempre han existido razones para el fuego. El grupo Orígenes, tan fructífero en martianos, no siguió las palabras del “Apóstol”: más bien hizo todo lo contrario durante toda la tiranía de Batista y en algunos casos y situaciones también tras el primero de enero de 1959: se alejó lo más posible de las llamas.
Otra cuestión es el peligro de la manipulación en cualquier sentido. El argumento —no pocas veces usado como justificación— de que los fines políticos de ambos bandos no dejan de ser eso: fines políticos, medios para alcanzar el poder. A todo esto se añade que la cultura la hacen los miembros de una comunidad o un país, no un gobierno. Hay que diferenciar entre las acciones individuales y las de un Estado. Apoyar a los mediadores culturales del régimen es otra forma de apoyar al régimen, pero rechazar en bloque a todos los creadores es menospreciar la cultura. Aquí están presenten las dos principales reacciones ante los artistas e intelectuales procedentes de Cuba manifestadas en Miami. La primera es de franco rechazo, de oposición abierta, de desprecio y odio. La segunda es la búsqueda pasiva de un espacio abierto que permita el encuentro. Ambas han mostrado su ineficacia. Bajo los términos ambiguos de la tolerancia y la intolerancia no se ha logrado alcanzar la necesaria delimitación de linderos: el rechazo lleva a la pérdida de la confrontación, por la que a veces vale la pena pasar por alto las trampas del enemigo. Juntos pero no revueltos.
Queda también la urgencia de debatir una situación que no resulta fácil de comprender fuera de Cuba, y cuya capacidad de asimilación comienza a alejarse desde el día en que uno sale de la isla: el ambiente de encierro, frustración y desesperanza en que viven quienes no abandonan el país.
Las respuestas para algunas de estas preguntas vienen forzadas por las mismas condiciones imperantes en Cuba en la actualidad. Resulta muy difícil, por no decir imposible, la creación de una obra sólida dando la espalda a la realidad nacional. Al menos para un escritor. Nadie puede librarse del acecho de “algún poema peligroso”. El intelectual cubano está obligado a tomar partido. No es un problema político. Es una condición moral.
Una reverencia al pasado
Un texto de Guillermo Rodríguez Rivera sobre Raúl Rivero —aparecido en la publicación semanal La Jiribilla del gobierno cubano— es la mejor muestra que he leído en los últimos tiempos de la difícil encrucijada en la que se encuentran los verdaderos creadores cubanos residentes en la isla. Rodríguez Rivera nunca ha sido un oportunista. Tampoco un funcionario. Que conozca, es el único escritor cubano residente en la isla que ha logrado, en estos últimos tiempos, llamar a Rivero su “amigo” y elogiar su poesía en una publicación del régimen.
El texto es doloroso no sólo por el lamento ante el compañero preso sino también por las razones que esgrime —que apenas se atreve a esgrimir— para justificar la detención. Ambos —el detenido y el que sufre pero acata con sumisión histórica— son poetas. La justificación es, por otra parte, patética. Hay una referencia a que “la independencia siempre es relativa” —al hablar de la aparición de los trabajos de Rivero en El Nuevo Herald— que en la situación actual de encarcelamiento de su antiguo compañero transforma en procaz una afirmación que en cualquier otro contexto resulta real, pero al mismo tiempo vaga. Hay también un detenerse en el historial revolucionario del periodista independiente que no cumple la función de exaltar su obra —aunque quiero pensar que fue escrito en ese sentido— sino a mostrarlo como un confundido. A lo anterior se suma una comprensible ignorancia de la realidad y la historia del Miami, que llevan a afirmar de forma rotunda que el periódico —y como consecuencia los artículos de Rivero— aparecen “bajo el auspicio y con el apoyo del exilio cubano de esa ciudad” ¿Qué exilio? ¿Dónde colocamos entonces a los voceros radiales que se pasan la vida criticando al periódico por no responder precisamente a lo que ellos consideran la “línea del exilio”? ¿En que lugar sitúa Rodríguez Rivera a algunos de sus columnistas, que en las mismas páginas de El Nuevo Herald hemos rechazado los actos de repudio en contra de los artistas provenientes de Cuba y criticado la última marcha realizada en esta ciudad, la política del presidente Bush y la guerra en Irak? Es cierto que hay un exilio, pero también es cierto que los exiliados son diversos, que quienes vivimos en Miami no compartimos un punto de vista único. ¿Cómo hablar simplemente de auspicio al referirse a una publicación que forma parte de un enorme conglomerado de prensa, con intereses diversos en varios estados de la nación? Quiero pensar —lo repito— que es ignorancia lo que hay detrás de ese afán de despachar con brevedad las decenas y decenas de crónicas y artículos de Raúl Rivero, aparecidas en El Nuevo Herald. Trabajos que expresaron opiniones contrarias a la visión estereotipada y completamente falsa de lo que se considera en muchas partes del mundo como la esencia del exilio cubano miamense: reaccionario, belicoso e ignorante. No quiero dudar que es desconocimiento lo que llevó a menospreciar —con calificativos compartidos por los fiscales y carceleros que han encerrado al amigo— los trabajos de un periodista que entregó muchos textos en los que —por encima de la política— imperan las impresiones de la vida diaria en la isla, y donde lo que resalta es la ironía y el humor y las vivencias de un escritor que, ante la página por llenar, sólo se cuida de mantener un estilo depurado.
Más lamentable aún es que un escritor como Rodríguez Rivera sea incapaz de comprender “cuál paradoja condujo al joven poeta promovido en el dogmático e intolerante quinquenio gris, a convertirse en el único poeta que merece tal nombre entre nuestros disidentes de hoy”. No entender esa “paradoja” es no entender igualmente la existencia de la revista Encuentro, en la que Rodríguez Rivera ha colaborado, e incluso expresó su interés en seguir colaborando pese a las diferencias con su creador y quien fuera su director hasta su muerte repentina, Jesús Díaz. Resulta triste además encontrar que un ensayista tan lúcido siga justificando al proceso cubano con una visión hegeliana de la historia, que hace más de 30 años Heberto Padilla hizo trizas con unos cuantos poemas.
Tras la idea de un exilio monolítico —como pretende el gobierno cubano que es el Partido Comunista— y el asombro ante los cambios en las creencias y actitudes de cualquier hombre, habita la misma forma de pensar y juzgar. Vivir en un país totalitario es malo para la salud: corrompe el pensamiento. A veces, ya lo advirtió Orwell, ni siquiera es necesaria la residencia. Tengo una excusa más para justificar el contagio que afecta a Rodríguez Rivera.
ALEJANDRO ARMENGOL
Lanzo la pregunta desde una perspectiva económica. Comprendo, además, que es imposible en esta ciudad encontrar una respuesta que no implique asumir una posición política. Pero no deja de ser una inquietud que habrá que enfrentar más tarde o más temprano. Fidel Castro es un tirano. Su final, cualquiera que sea, será celebrado con júbilo. ¿Y después qué? No se trata de la euforia de los primeros meses. Tampoco del esfuerzo de reconstrucción que será necesario llevar a cabo en la Isla, y que decididamente contará con la participación de los capitales y la fuerza de trabajo calificada que residen aquí. No es, por último, una pregunta que debe hacerse a los patriotas.
La respuesta optimista es que la reconstrucción de Cuba será de provecho mutuo para la Isla y el sur de la Florida. La creación de un puente estable de intercambio empresarial, de capital y tecnología permitirá a muchas empresas de esta ciudad establecer filiales en el territorio cubano y así aumentar sus operaciones, con el consecuente beneficio para quienes laboran en ellas y tienen a su cargo las labores de dirección. La situación de deterioro económico —a consecuencia del obsoleto modelo que por décadas ha impedido el desarrollo nacional— que tendrá que enfrentar cualquier gobierno encargado de la transición (hablo de transición, no de continuidad del castrismo) implicará la adopción de medidas de incentivo para atraer las inversiones extranjeras, que inevitablemente tienen que tomar en cuenta la existencia de los capitales idóneos para esta tarea que se encuentran en Miami.
La necesidad de una especie de Plan Marshall a la cubana, anunciado a veces, es un principio fundamental —y también un instrumento de propaganda que no ha logrado penetrar el escepticismo de los habitantes de la Isla— acatado por la mayoría de las organizaciones de la comunidad exiliada. Por un período de tiempo más o menos largo, Miami y el sur de la Florida tendrán que darle mucho más a Cuba de lo que recibirán de ella. Esta realidad —repito que aceptada sin rechazo por los exiliados de esta ciudad— no tiene necesariamente que ser del beneplácito del resto de los grupos poblacionales que viven aquí. ¿Surgirán entonces nuevas tensiones raciales, étnicas y políticas?
Mucho depende de la ayuda que también esté dispuesta a aportar la administración norteamericana de turno, pero es indudable que el fin lógico de ciertas prerrogativas migratorias, que en la actualidad benefician a los cubanos, será la primera exigencia a enfrentar cuando ocurra el cambio.
Terminados los beneficios migratorios —y sin que se produzca un pronto desarrollo económico en la Isla que atenúe la ilusión de abandonar el país para buscar una vida mejor en Miami— esta ciudad se vería amenazada con una entrada sistemática y sin límites de inmigrantes ilegales procedentes de Cuba, que buscarían establecerse en ella gracias a las facilidades de los viajes turísticos y la existencia aquí de una infraestructura familiar, de intereses comunes y similitud de origen. Esto implicaría el surgimiento de una población flotante dedicada a la economía informal, que perjudicaría notablemente los servicios educacionales y de asistencia pública, al tiempo que no contribuiría tributariamente a las arcas locales y del Estado. En otras palabras, que en Miami se reproduciría la situación que existe en la actualidad en las grandes ciudades latinoamericanas.
Por otra parte, las características económicas del sur de la Florida —especialmente de esta ciudad— no permiten ser optimistas respecto a la posibilidad de un cambio en Cuba que implique a mediano plazo una mejora económica notable en la Isla, la cual repercuta favorablemente en estas tierras. Incluso en el caso de que esta mejora se produzca —algo que de por sí requiere una fuerte dosis de optimismo—, la zona se vería afectada con el traslado hacia La Habana de algunas de las fuentes de empleo tradicionales del área. Esta ciudad depende en gran medida de la esfera de servicios. Miami, Miami Beach y Fort Lauderdale como destinos turísticos nacionales tendrán que enfrentar la competencia cubana —una industria que ya cuenta con una estructura hotelera en desarrollo, notables atracciones y el incentivo adicional de precios más bajos—, que en poco tiempo podría incrementarse substancialmente. Por ejemplo, las empresas de cruceros establecidas aquí podrían ver con buenos ojos el contar con la alternativa del puerto de La Habana como centro de operaciones. No es difícil imaginar que cualquier gobierno cubano de transición sería más permisivo que el norteamericano, en cuanto a muchas de las regulaciones que tienen que cumplir estas compañías en la actualidad.
El traslado de la industria del entretenimiento asentada en Miami hacia La Habana es también muy probable. Las firmas disqueras y la industria fílmica contarían en la Isla con una fuente casi inagotable de talento local y un personal capacitado. La estructura tecnológica no sería difícil de establecer en breve tiempo, luego que se eliminen las trabas que imposibilitan su creación en la actualidad.
A todo ello se une el hecho de que, a la vuelta de unos pocos años, Cuba podría contar con una industria bancaria mucho más permisiva también que la norteamericana, que favorecería la creación de paraísos fiscales y el establecimiento de sedes "virtuales" de corporaciones, con el objetivo de evadir los impuestos que tienen que pagar en este país. Estoy hablando de negocios "lícitos", aunque reprobables desde el punto de vista fiscal y ético. No me refiero al lavado de dinero producto del narcotráfico u otras prácticas fraudulentas, sino a una práctica que llevan a cabo muchas grandes corporaciones norteamericanas de nombre prestigioso, que incluso cuentan con gran número de contratos con el Gobierno y de cuyos consejos de dirección han formado o forman parte figuras destacadas en el quehacer político, con independencia de su pertenencia a uno u otro partido temporalmente en el poder.
La subsidiada industria azucarera floridana entra en igual sentido especulativo entre las que podrían encontrar en la Isla un ambiente más propicio —con menos regulaciones ambientales y sin tener sus propietarios que invertir grandes sumas, como hacen en la actualidad, en las labores de cabildeo. Es más, es posible que sea precisamente esta industria floridana una de las instituciones claves —la otra podría ser la dedicada a la destilación y fabricación de bebidas alcohólicas— a la hora de formar nuevas alianzas entre los gobernantes cubanos de turno y la empresa privada.
La paradoja es que a la larga los mayores beneficiarios con un cambio de sistema en Cuba serán los Estados norteamericanos donde la presencia de cubanos es casi ínfima o nula. Aquellos donde se encuentran los grandes graneros del país o las granjas de producción de cerdos y aves. Hasta los puertos de otros Estados, o de otras áreas de la Florida, tendrán un mayor comercio con Cuba que el puerto de Miami.
Como es imposible que en general la población cubana incremente en un corto plazo su nivel adquisitivo de forma apreciable, a fin de disfrutar de viajes turísticos al extranjero, el flujo de visitantes será hacia la Isla y no en el sentido inverso. Aunque todo el que vive en Cuba sueña con conocer Miami, en algún momento de su vida, el fin de Castro podría alejar la posibilidad de cumplir ese anhelo. Muchos familiares y amigos, que en la actualidad no visitan la Isla por motivos políticos, preferirán hacerlo antes que mandarle el dinero a sus parientes para que sean éstos los que viajen a Miami.
¿Cómo enfrentará esta ciudad la nueva situación, en el supuesto caso de que sea un cambio no traumático y paulatino? El fin de Castro llevará a un reacondicionamiento de los objetivos y aspiraciones de una comunidad que no ha dejado de cambiar desde la llegada del primer exiliado. Al tiempo que la poderosa clase empresarial de origen cubano extenderá, de forma directa e indirecta, su influencia y poderío en la Isla, el cubanoamericano común y corriente mantendrá sus vínculos afectivos, pero la política pasará a ser un aspecto menos importante en su vida (una transformación que ya viene ocurriendo).
Pero aunque Cuba lleve a cabo una transformación larga y compleja de forma pacífica —garantizando un clima de seguridad al establecimiento de capitales procedentes del exterior—, el sur de la Florida no dejará de ser un factor clave a la hora de tomar las decisiones que determinen la política exterior norteamericana con respecto a la Isla. Al igual que ocurre en el caso de Israel, estas decisiones tendrán que tomar en cuenta dos aspectos fundamentales: las consecuencias para Estados Unidos y las consecuencias dentro de Estados Unidos. Miami no perderá su carácter cubano, pero los que llegaron y los que lleguen atravesando el estrecho de la Florida no podrán ejercer esa disyuntiva borrosa entre ser exiliados e inmigrantes, salvo que el exilio se asuma como una razón existencial. Ello no significará un olvido suave o una renuncia paulatina. En muchos casos, el país de origen será más una carga emocional y económica que una esperanza perdida, pero no se abandonará el empeño de influir en su destino pese a la distancia. Una condición irracional, que no depende de cifras demográficas. Los cubanos y los hebreos estamos destinados a ser una minoría que hace sentir su presencia, nunca silenciosa. Ningún cubano estará nunca dispuesto a dejar a un lado la algarabía, y la Isla renunció a un destino plácido cuando surgió de entre las aguas.
Encuentro de la Cultura Cubana
JUAN JENNIS
No hay que tomar en serio la frivolidad con que el narrador cubano Alejandro Armengol, autor de La galería invisible, habla de sí mismo y de su obra. Esa apariencia light es una máscara, pues las preocupaciones que demuestra su trabajo denotan una gravedad sorprendente. Su prosa esquiva los temas y tonos entronizados en las tendencias literarias al uso en su tiempo y en su ámbito geo-cultural (el Miami de los cubanos).
Al descartar deliberadamente el folklorismo y la mitomanía que implican la nostalgia de lo nacional como referente existencial, se salva de las trampas del yo, con sus preocupaciones y vértigos subjetivamente limitados.
A pesar de las consecuencias intelectuales que se derivan de la obra, no hay en La galería invisible subordinación de lo específicamente literario a la reflexión filosófica o a doctrina alguna, puesto que, formalmente, los relatos se ajustan a la definición más unívoca y arcaica del género, es decir, literalmente, narran.
Aunque intrahistóricos, los paisajes opresivos de la humanidad futura que Armengol nos ofrece tienen un tinte escatológico. En ellos oímos las voces desoladas de seres que, desde el futuro, nos alertan contra el absurdo existencial de sus vidas sin conflictos.
El verdadero y único antagonista de estos relatos es el taedium vitae. La preocupación más acuciante en estas páginas es, sin duda, el hastío a que conduciría un estilo de vida completamente artificializado, predecible, donde todo está programado, donde la regla de probabilidades ha agotado todas sus variantes experimentales.
En este sentido el libro, en su conjunto, puede verse como una antiutopía, situada no en lugar alguno, sino en el futuro, a partir de una línea de especulación que se construye llevando al extremo absoluto y absurdo algunas de las tendencias que ya encontramos en nuestra realidad y que han comenzado a afectar las formas de convivencia social y hasta nuestra vida íntima.
Nos sorprenden y nos perturban los cuentos donde las problemáticas apuntan al porvenir del hombre.
Por otra parte, están las viñetas que Armengol intercala entre relato y relato, sobre los insólitos comportamientos sexuales de animales minúsculos, tan alejados de nuestra experiencia inmediata que al leerlas pensamos que no son reales, que el autor está construyendo una especie de bestiario fantástico, como Borges, y nos sorprendemos cuando se nos rebela que toman como fuente el libro de Adrian Forsyth, A Natural History of Sex. La referencia es real, aunque también el narrador se vale del recurso madiante el cual el relato toma el tono de un ensayo erudito, al citar de libros inexistentes, como Antología de lo irrelevante, de Adolfo Karl Simmerman. Recurso que nos hace pensar otra vez, inevitablemente, en Jorge Luis Borges, en Umberto Eco y también en Luis Rogelio Nogueras.
Las viñetas se insertan en un mundo a la vez cercano e increíble, donde lo que en el ámbito humano consideraríamos aberrante, es imprescindible para el desarrollo normal de algunas especies: “Howard Evans destaca que la imagen de un grupo de chinches copulando y nutriéndose de su semen, mientras esperan por una víctima para extraerle la sangre, hace parecer a Sodoma tan pura como el Vaticano”.
Esa misma perspectiva a la vez distante y real de las viñetas zoológicas es la que toma el autor para afrontar los conflictos de sus narraciones. Los mundos que construye nos parecen remotos e imposibles, pero son las consecuencias extremas de tendencias que ya vivimos.
Los relatos de La galería invisible dan la impresión de haber sido escritos para que el último hombre de la Historia los narre en voz alta, junto a una hoguera, imaginando que el penúltimo grupo humano, el penúltimo clan, la penúltima tribu, lo escuchan. Retengo en mí algunas de las imágenes desoladoras que presenta el libro, y me digo: ojalá que las profecías de Armengol no se hagan realidad nunca.
http://arch.cubaencuentro.com/espejo/elcriticon/2001/03/14/1527
ALEJANDRO ARMENGOL
Desde su surgimiento, el castrismo ha sido lo que podría llamarse una "dictadura imperfecta": necesita realizar constantemente ajustes torpes sobre la marcha, nada funciona bien y el deterioro es un presente perpetuo. La revolución cubana ha generado una cifra mayor de "delincuentes, seres violentos y personas de baja escolaridad y moral dudosa" que todos los gobiernos republicanos anteriores; ha permitido más escándalos y para sobrevivir ha recurrido a una represión mayor y más sostenida que las peores dictaduras que la precedieron —incluido el régimen colonial español—, al tiempo que alimentado la peor corrupción en la historia nacional. También ha generado una emigración sin precedentes. Si aún logra existir es por su gran capacidad para adelantarse a cualquier cambio, impulsando siempre un retroceso. Fidel Castro se prolonga mediante la repetición.
El Gobierno de La Habana ha vuelto a retroceder a la época de los juicios sumarios, la presentación de agentes encubiertos y el castigo severo a los opositores. De nuevo le reafirma a sus ciudadanos que el único destino posible es vivir al día o emigrar; les borra las esperanzas, por pequeñas que fueran, y siembra la desconfianza y la envidia. Cuba atraviesa una oleada de terror cuyo resultado sólo parece conducir a años de cárcel para algunos, huidas desesperadas para otros y deserciones inesperadas para unos cuantos.
Con el encarcelamiento y los juicios de un nutrido grupo de disidentes y periodistas independientes no sólo espera sembrar el miedo, también el desaliento. Los argumentos son gastados, los recursos son viejos, pero la vida es una sola, y quien hasta ayer comenzaba a mirar a un grupo de arriesgados que alzaban la voz, ahora teme que tras cualquier grito de desacuerdo se esconda una trampa. Al régimen no le basta con castigar a los independientes, quiere matar su ejemplo, enfangar su prestigio.
Sólo tiene dos instrumentos para lograrlo: la delación y la envidia. Alimenta la desconfianza porque sabe que es un freno a la hora de dar un paso al frente. Vuelve con la cantaleta de los intelectuales al servicio de la CIA. No porque intente convencer a nadie, sino porque sabe que es el camino más seguro para reforzar la intimidación: una acusación que recuerda castigos anteriores.
No teme la repulsa internacional porque sabe que los gobiernos responden a intereses y no a ideales. Se aprovecha de una situación internacional difícil para revivir viejos fantasmas. Quiere ponerlo todo de nuevo en blanco y negro, pero al mismo tiempo confundir los límites. ¿Hasta dónde se puede llegar? ¿Qué crítica es permitida? Lo mejor es quedarse tranquilo, no moverse o abandonar el país. Es también lo mejor para Castro. Lo sabemos todos lo que hemos transitado por esas opciones.
Los juicios a que están siendo sometidos los disidentes y periodistas independientes no dejan lugar a duda. Las acusaciones de "actividades subversivas" resultan torcidas no sólo en la ortografía y sintaxis de las actas acusatorias: son malvadas en su esencia. Libros, recortes de periódicos, teléfonos y computadoras son las "armas del crimen". Remesas de unos cuantos dólares las pruebas más contundentes del acto delictivo. No se puede hablar siquiera de que se trate de procesos legales apañados. No hay otro calificativo que considerarlos farsas. Si algún recurso le queda al régimen para encontrar al menos la complacencia de una parte ínfima de la población, es apelar a la envidia: decir que los disidentes recibían ropa, alimentos y dólares del extranjero.
El argumento, por otra parte, no se sostiene ante cualquier mirada. Los hogares humildes de estos hombres y mujeres son la evidencia más fuerte de que apenas han logrado sobrevivir en medio de la difícil situación económica del país. La más elemental comparación con las viviendas de algunos funcionarios, artistas e incluso escritores, sirve para desmentir una acusación tan vil.
La otra disidencia
No es tan fácil juzgar a otra parte de la población, quienes no son disidentes o carecen de la capacidad necesaria para redactar una nota de prensa. La oleada represiva no se inició contra los opositores pacíficos. Comenzó por quienes realizan actividades al margen del orden establecido por Castro. No cabe duda de que en las primeras redadas cayeron algunos narcotraficantes y delincuentes, pero también fueron arrestados y despojados de sus bienes ciudadanos que en cualquier otro país se buscarían la vida realizando labores legales: cuentapropistas, vendedores y negociantes. El Gobierno siempre ha usado a su conveniencia la distinción entre delito común y delito político. En una época todos los presos comunes estaban en la cárcel por ser contrarrevolucionarios, porque matar una gallina era una actividad en contra de la seguridad del Estado. Muchas veces también a los opositores se les ha acusado de vagos y delincuentes.
Llama la atención que ahora Castro no recurra a estos argumentos, en momentos en que juzga a los disidentes. No se han inventado actos inmorales, fiestas licenciosas o calumnias asociadas al consumo de alcohol y drogas. Puede argumentarse que el régimen ha sentido cierto respeto ante la moral intachable de sus enemigos, pero me inclino por otra razón: la intención de dejar bien claro cuales son los "delitos" que quiere castigar: disentir e informar.
La ola represiva no se detendrá. Hay otra disidencia en la Isla y Castro lo sabe. No son hombres y mujeres valientes que desafían el poder, porque forman parte del mismo. No gritan verdades porque se ocultan en la mentira. Ni siquiera se mueven en las sombras. Habitan en el engaño. Son los miles de funcionarios menores —y algunos no tan menores— que desde hace años desean un cambio. Ahora están en la mirilla, y además ellos lo saben. Desde hace un par de años se ha implantado en la Isla un sistema de acusaciones anónimas, establecido por el propio Raúl Castro, en que todo trabajador, empleado y vecino se inspira relatando injusticias y se desahoga por medio de la venganza. Esos anónimos se han convertido en una fuente de terror para cualquier administrador o funcionario. Si es necesario, el próximo paso será una batida contra la "corrupción" que hará rodar muchas cabezas.
Los intelectuales y artistas en general tampoco deben estar durmiendo muy tranquilos en estos días. La Feria de Guadalajara en México fue en parte un anticipo de lo que viene. La incondicionalidad al régimen vuelve como condición indispensable para poder sobrevivir.
La vinculación entre los juicios a los opositores y los secuestros forman parte de un mismo plan. No se puede afirmar que quienes se llevaron los aviones sean agentes castristas, como se insinúa a diario en la radio de Miami. Castro no es tan burdo. Es una táctica que sabe desarrollar muy bien: crear una crisis controlada en el momento apropiado. Amenazar con poner a prueba la capacidad norteamericana, enfrascada en una guerra, para lidiar con un problema en su traspatio. Asegurarle al Gobierno norteamericano que no tiene que distraer uno solo de sus hombres, que él está para eso (su presencia en el incidente del segundo avión y en el puerto del Mariel), siempre y cuando lo dejen tranquilo acabar con el movimiento disidente.
Todo amante de las ironías políticas debe mirar hacia Miami, y también hacia La Habana. Nadie en el sur de la Florida duda que existe una relación entre la ola represiva y los secuestros. Lo curioso es que las reacciones difieren a la hora de juzgarlos. Mientras han sido justamente condenados los juicios y las detenciones, los secuestros se han visto con sospecha y temor. Castro también ha logrado que la desconfianza florezca en Miami. Y hay razones de sobra para ser desconfiado.
Hay una diferencia fundamental entre las dos situaciones. En un caso se trata de personas pacíficas, cuyo único delito ha sido alzar su voz o divulgar lo que ocurre en la Isla, mientras que en el otro son sujetos que por medio de la violencia han intentado emigrar a Estados Unidos. Pero esta distinción, que en cualquier lugar del mundo serviría de raya divisoria, es mucho más compleja en el caso cubano.
Apostando al pasado
Uno de los factores clave para entender la situación actual en Cuba, y sus repercusiones futuras en las relaciones con Estados Unidos, es que La Habana y Washington están ofreciendo dos respuestas, una en la que coinciden y otra en la que disienten, ante una misma situación. Ambas respuestas se ejemplifican en la actuación del jefe de la Oficina de Intereses en La Habana, James Cason.
Mientras que en los procesos contra los disidentes Cason aparece como el "malvado" que organiza y da fondos a los "subversivos", los medios de prensa oficiales del régimen divulgan un comunicado del diplomático norteamericano. El comunicado enfatiza que quienes cometan delitos con la intención de llegar a Estados Unidos serán juzgados severamente a su arribo y considerados no aptos para recibir la residencia.
El mismo Cason que meses atrás se reunió con disidentes y ofreció materiales a los periodistas independientes, también recurrió a la prensa del régimen para hacer llegar a toda la población de la Isla el mensaje de Washington.
El presidente norteamericano, George W. Bush, no quiere "terroristas" que lleguen en aviones o lanchas robadas al sur de la Florida. En eso, Castro está dispuesto a complacer a Bush, siempre y cuando Bush no pase de las declaraciones usuales de condena ante los juicios sumarios. Castro y Cason tratando los dos de disuadir al secuestrador que amenazaba estallar una granada falsa dentro de un avión de pasajeros. La Seguridad del Estado cubana, famosa por su celeridad en resolver situaciones de este tipo, aguardando paciente. Cuba dando gasolina a la nave para que se vaya a Estados Unidos y sea decomisada.
Con el secuestro de una de las famosas "lanchitas de Regla" ocurrió un acuerdo similar, sólo que con declaraciones aparentemente opuestas. Cuando los secuestradores se quedaron en aguas internacionales sin combustible, Estados Unidos se apresuró a desentenderse del asunto. Le dijo al Gobierno cubano que se hiciera cargo del problema. La embarcación regresó a la Isla y horas más tarde las fuerzas de seguridad demostraron la efectividad que se dieron el lujo de no emplear en el caso del avión. La única diferencia entre los dos incidentes es que, en el caso de la lancha, Estados Unidos había dejado bien claro que no quería a los secuestradores.
Lo curioso del caso es que nadie en Miami alzara la voz para protestar del hecho. El Gobierno norteamericano y el exilio le dieron la espalda a los secuestradores. Nadie se preocupó del destino que espera a esos hombres y mujeres de vuelta a Cuba. No surgieron críticas al acuerdo migratorio establecido durante el gobierno de Bill Clinton, que permite la devolución de inmigrantes detenidos en alta mar. No se trató realmente de mediar en la situación, conocer al menos las causas y motivos específicos que llevaron a una acción tan violenta.
El fantasma de que el régimen de La Habana intente un nuevo éxodo masivo, similar al ocurrido en 1980, durante el puente marítimo Mariel-Cayo Hueso, está en el ambiente. También en el calendario. Se teme una coincidencia de fechas y esto conspiró en contra de los secuestradores. También las similitudes entre este hecho y los acontecimientos que llevaron a la crisis de los balseros de 1994. Una conclusión es evidente —una realidad establecida desde hace varios años—, y es que nadie, en el sur de la Florida ni en Washington, quiere una inmigración masiva en las costas norteamericanas.
Castro lo sabe y sigue apostando a esta carta. Quizá juegue con ella un poco más en esta crisis, aún es pronto para anticipar una conclusión, pero es una carta a su favor.
El mismo día que ocurrió el secuestro de la lancha, el Departamento de Estado norteamericano produjo una declaración singular. Cuba utiliza "a las fuerzas policiales y de seguridad para arrestar a activistas de derechos humanos", pero "sería mejor" que las usara para "asegurarse de que las leyes sean cumplidas y que sus aeropuertos son seguros y no blanco de secuestros", dijo el portavoz Phil Reeker.
La declaración pasa por alto que el problema de los secuestros de embarcaciones y aviones no es nuevo, y de que no siempre Estados Unidos ha sido tan enfático en condenarlos.
Desde 1959, el año en que Castro llegó al poder, se han desviado unos 51 aviones, además del robo, secuestro y apropiación de multitud de embarcaciones, que en muchos casos han terminado en tragedia (la más conocida es la del transbordador 13 de Marzo). No siempre se ha tratado de un simple acto delictivo. En muchas ocasiones quienes tenían a su cargo los medios marítimos y aéreo los han utilizado para trasladarse a Miami. Pero el hecho de que en Cuba este tipo de transporte sea propiedad del Gobierno, salvo algunas lanchas y botes de pescadores, hace que automáticamente sea un delito, de acuerdo a las leyes de La Habana, que también condenan las salidas ilegales del país. Pero por lo general Estados Unidos no los consideraba delincuentes, con razón, y mucho menos en Miami.
Es por lo tanto difícil colocarse al lado del régimen cubano para condenar un "delito" y aprobar otro. Si desde hace varios años el Gobierno norteamericano ha cambiado de percepción, es también una señal de que ya no admite que todos los que huyen de la Isla lo hacen por razones políticas, sino también económicas. Este cambio, en cierto sentido, le da la razón a Castro. No se trata de apoyar la violencia y el delito. Es correcto que este país haga lo posible por salvaguardar sus fronteras, pero esta actitud no deja de evidenciar que los discursos exaltados en favor de la libertad de Cuba de algunos funcionarios y legisladores norteamericanos no son más que retórica guerrerista, para conseguir votos en La Pequeña Habana.
Más allá de las conocidas notas y comentarios de propuesta, y de una posible resolución de condena en el senado norteamericano, Castro espera que Washington no tome mayores medidas frente a la actual ola represiva. Por supuesto que quienes están a favor del levantamiento del embargo tendrán mayores dificultades a la hora de exponer sus argumentos. Sin embargo, el gobernante cubano sabe que para la mayoría de los gobernadores y legisladores norteamericanos poco importa el destino de los que sufren la represión en un país ajeno, al lado de un contrato beneficioso para su Estado. La realidad es que Cuba resulta cada vez más atractiva para los empresarios de este país, pero no lo suficiente como para obligar al presidente Bush a cambiar de punto de vista. Por lo demás, tanto el mandatario estadounidense como el dictador cubano coinciden en su falta de interés por el levantamiento del famoso embargo.
Al detener a los disidentes el régimen no sólo quiere acabar con la esperanza de un cambio dentro de la Isla. Le preocupa también los cambios que cada vez con mayor fuerza se vienen promoviendo en este país hacia una línea que no esté fundamentada en una retórica de confrontación. Ve como enemigos no sólo a los opositores conocidos, sino también a quienes manifiestan una fidelidad que sabe se vería erosionada con una mayor cercanía entre la Isla y Estados Unidos.
Mientras tanto, los vecinos de Villa Marista, los disidentes encerrados, conocen con mayor rigor que nunca la represión castrista. Quienes están fuera de la cárcel, quienes son vecinos también del terror, sienten de nuevo con mayor fuerza el miedo que el régimen siempre ha inspirado.
Es posible que cuando se conozcan las condenas, si son lo rigurosas que se espera, se alce una oleada de repulsa internacional. Ojalá y así sea, pero el balance actual no deja duda que el gobernante cubano supo muy bien escoger el momento para lanzar el golpe.
Pese a las manifestaciones de apoyo de los intelectuales y políticos de todo el mundo, hay también silencios culpables. Diputados mexicanos y sindicalistas guatemaltecos han expresado su apoyo, no así los gobiernos de estas naciones. Los países latinoamericanos mantienen una cautela sospechosa, que evidencia el temor ante la ola de protestas en contra de la administración de Bush, generada en sus países por la guerra con Irak. En Europa varios gobiernos han protestado, pero aún está pendiente una decisión sobre la inclusión de Cuba en el Acuerdo de Cotonú. Y es posible que el pacto llegue a firmarse, sobre todo tras la reciente apertura de una oficina en La Habana. Estados Unidos se mantiene fiel a su política de apoyar y defender un punto de vista que promueve, siempre y cuando no estén en juego sus intereses. En este caso, vale más la placidez de las playas del sur de la Florida, mucho más acogedoras a los turistas que a balseros y secuestradores. A fin de que esta situación no cambie, Washington está dispuesto a no impedir realmente que los opositores se pudran en las cárceles.
La única esperanza es que los disidentes lo saben, lo conocían desde el inicio de la lucha, pero pese a la traición y el silencio, también están dispuestos a proseguirla.
Asoc. Encuentro de la Cultura Cubana